Es cada vez más frecuente en nuestro país que, en los espacios de toma de decisiones, se iza la bandera del humanismo. Sin embargo, a menudo este solo se convierte en un refugio para quienes no desean asumir responsabilidades reales. En momentos decisivos, como las elecciones presidenciales u otros similares, los discursos se adornan de palabras como diversidad, derechos humanos, equidad, ética. No obstante, más allá del significado literal de las palabras, es el sentido —lo que verdaderamente representan en contextos concretos— lo que determina su valor. Por eso, cuando estas palabras carecen de acciones concretas, cuando no se traducen en acciones valientes ni en decisiones firmes, terminan vaciándose de sentido y, con ello, de significado.
El liderazgo consciente, como lo plantea el doctor German Retana —consultor internacional y exprofesor del INCAE—, surge de un propósito superior personal que guía la forma en que una persona influye en su entorno organizacional. No es casual que este tipo de liderazgo escasee en los espacios de toma de decisiones: requiere coherencia, valentía y profunda reflexión. En su programa Gerencia con Liderazgo, don German identifica tres pilares esenciales del liderazgo consciente: la gestión de uno mismo, la gestión del equipo y la gestión de la organización. Desde esta perspectiva, las organizaciones no se movilizan únicamente por la búsqueda de ganancias, sino que actúan en consonancia con una identidad arraigada en principios éticos. A diferencia de los valores —que pueden adaptarse según el contexto, las tendencias o los intereses personales—, la ética representa un compromiso inquebrantable que no admite dobles lecturas, dobles agendas, dobles discursos.
¿Cómo se reconoce el humanismo? ¿Qué forma adopta? ¿Cómo se manifiesta en la práctica? El humanismo no rehúye la tensión (la situación incómoda, la decisión difícil); al contrario, la asume porque es inherente, precisamente, al compromiso con la justicia, la dignidad y la equidad. Asumir posturas neutrales o preferir el «acuerdo» a costa de la transformación necesaria, de la decisión oportuna, de la medida equitativa, no es humanismo: es miedo disfrazado de tal. Freire (1970) lo advertía sin tapujo: «Neutralidad es complicidad».
Asumir un puesto de poder es comprometerse con el servicio, con la toma de decisiones complejas, valientes y necesarias para avanzar, aunque resulten impopulares. El falso humanismo, en cambio, opta por la complacencia, los amiguismos. Prioriza agradar por encima del compromiso con la transformación, con la medida justa y oportuna. Los puestos se negocian; los proyectos se asignan al mejor postor, no necesariamente a la persona más competente.
No hay peor forma de deshumanizar que vestirse de humanismo para evitar la desnudez de la inacción frente a lo improcedente, lo antiético, lo inhumano. Como bien lo señalara Havel (1990): «El poder se convierte en demoníaco cuando olvida que es una responsabilidad, no un privilegio». Las funciones públicas no son un privilegio, sino un deber confiado con recursos del pueblo; no se celebran, se honran. Quienes, ante una elección, extienden la mano con la lógica de «¿qué nos da a cambio de nuestro voto?», quienes convierten el voto en moneda de cambio, renuncian, ante todo, a su dignidad, a la esencia humanista; rebajan su participación a una transacción utilitaria despojada de visión de futuro y de responsabilidad colectiva. En su versión utilitaria, la política es el arte de quién obtiene qué a cambio de qué.
En momentos decisivos, ya sea en el país o en una organización, vale la pena preguntarse si realmente habitamos el humanismo o si tan solo es un vestido que sacamos cuando conviene para no afrontar con valentía las responsabilidades que nos corresponden.
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