El 20 de junio conmemoramos el Día Nacional del Reconocimiento de los Derechos Políticos de las Mujeres Costarricenses, una fecha que nos recuerda la lucha incansable por el sufragio femenino y el derecho a participar en igualdad de condiciones en la vida política. Sin embargo, más de 70 años después de haber conquistado el derecho al voto, las mujeres seguimos sub-representadas en los espacios donde se toman las decisiones más importantes.
A escala global, los datos son preocupantes. A junio de 2025, solo 27 países tienen una jefa de Estado o de Gobierno, además, solo el 22,9% de quienes dirigen ministerios a nivel mundial son mujeres, y las carteras que se les asignan con mayor frecuencia —como género, inclusión o cultura— reflejan una visión limitada sobre dónde se reconoce nuestro liderazgo.
Estas cifras no solo evidencian una falta de representación, sino también las barreras culturales y estructurales que continúan obstaculizando el acceso de las mujeres a posiciones de poder.
Y es que a las mujeres se nos sigue midiendo con una vara más estricta. Aunque tengamos preparación, experiencia y compromiso, a menudo se nos relega a roles secundarios o se nos exige demostrar —una y otra vez— que merecemos liderar. De pronto, pareciera que volvemos a 1948, cuando se debatía si las mujeres debían tener derecho al voto, bajo la premisa de que opinar, salir de casa o decidir por nosotras mismas representaba un riesgo para el país.
Estas barreras no son anecdóticas ni individuales; se reproducen sistemáticamente en nuestras instituciones, y aunque los avances en participación son innegables, los techos de cristal siguen allí.
Según ONU Mujeres, las mujeres ocupan el 36 % de los escaños parlamentarios en América Latina y el Caribe. En Costa Rica, este periodo legislativo cuenta con 28 diputadas de un total de 57 curules, lo que nos ubicó en el séptimo puesto global de representación femenina en parlamentos, según la Unión Interparlamentaria.
Lamentablemente, este avance no fue suficiente para romper ciertas estructuras de poder, pese a tener la Asamblea Legislativa más paritaria de nuestra historia, durante estos cuatro años no se logró elegir una presidenta del congreso. Esto nos deja con un dato que debería indignarnos; en 200 años únicamente cuatro mujeres han ocupado ese cargo. Este hecho, simbólico pero contundente, evidencia que aún existen barreras para que las mujeres accedan a las posiciones más altas de liderazgo, incluso cuando ya están en la mesa. Para cambiar esta realidad, se requiere compromiso, aliados y liderazgos progresistas.
La representación está lejos de ser verdaderamente representativa hasta que mujeres de todos los contextos —y sobre todo aquellas que enfrentan mayores vulnerabilidades— puedan ejercer sus derechos políticos en igualdad de condiciones. Mujeres migrantes, refugiadas, trans, trabajadoras domésticas y muchas más, siguen siendo sistemáticamente excluidas de los espacios de toma de decisiones. La democracia no puede seguir avanzando si se construye desde la homogeneidad y el privilegio.
Nuestra participación no puede limitarse a estar presentes, debe traducirse en liderazgo efectivo, en poder real para transformar. Porque si las decisiones más importantes siguen tomándose sin un compromiso genuino con la igualdad, el bienestar común y la justicia, entonces la democracia seguirá siendo incompleta.
Las mujeres debemos continuar asumiendo con fuerza, exigiendo por nuestros espacios, y que nuestras voces sean escuchadas, para poder seguir construyendo políticas que nos permitan avanzar a todas, sin dejar a ninguna atrás. No basta con estar: hay que incidir, liderar y transformar desde una visión feminista e inclusiva, que ponga la vida y la justicia social en el centro.
Este 20 de junio no es solo una conmemoración. Es un llamado urgente a romper los pactos de exclusión, abrir el camino para todas, y entender que ninguna democracia está completa mientras nos sigan dejando afuera.
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