En su informe de labores, el presidente Chaves no se presentó a la Asamblea Legislativa como un estadista que rinde cuentas al país, sino que lo hizo como orador demagogo en plena plaza pública, exaltando a las masas con un discurso cargado de confrontación, populismo y desprecio institucional y democrático. Lo que constitucionalmente debió ser un ejercicio sobrio de rendición de cuentas, se convirtió en una estrategia de comunicación emocionalmente eficaz, pero que representa un riesgo institucional gravísimo ya que lo que en verdad refleja es una preocupante inclinación autoritaria y un desprecio creciente por las bases de nuestro Estado de Derecho y sistema democrático.
Desde su inicio, el discurso de Chaves dejó claro que, en vez de rendir cuentas, únicamente se dirigía al pueblo, pero cuando él habla de “pueblo”, no es todo el pueblo de Costa Rica, sino aquél que Cisneros considera la persona “media”, que no es crítica; que se deja manipular y que lo apoya. A el se dirige con frases efectistas, apelando al orgullo nacional y al resentimiento contra el sistema. Al propio tiempo que le habla a este pueblo, deslegitima a los demás poderes del Estado y a los funcionarios que no se alinean con su visión. Esta narrativa, que es típica de los nuevos líderes populistas, construye un esquema dicotómico entre un “pueblo bueno” que es representado exclusivamente por el líder, y una “élite corrupta” encarnada por el Poder Judicial, la Asamblea Legislativa, la Contraloría y otros entes constitucionales autónomos. El resultado de esto es una peligrosa erosión del principio de separación de poderes, y los órganos de control de toda democracia liberal. En suma, es la esencia misma del populismo, representando con ello una amenaza real para la estabilidad democrática del país.
El uso excesivo de videos en lugar de argumentación técnica; las frases altisonantes y el tono personalista responden a una estrategia política bien planificada sacada del manual del autócrata: fortalecer la imagen del presidente como un “outsider” que desafía al sistema, mientras consolida una base emocional movilizada en torno a su figura.
Pero el riesgo no está solamente en la forma. Está en el fondo del mensaje: Chaves dejó claro que en este año que le queda no le interesa gobernar, sino que su único interés es preparar el terreno para las próximas elecciones. No solo ridiculizó y ofendió a los contrapesos institucionales, sino que pidió abiertamente al pueblo 38 diputados “patriotas” para transformar el régimen. Esta solicitud, bajo la apariencia de una demanda legítima de gobernabilidad, es en realidad un llamado a concentrar poder sin controles. El mensaje es claro: el problema no es la falta de resultados del Ejecutivo, sino los “enemigos internos” que impiden la acción del gobierno, y la solución es otorgarle al líder control institucional absoluto. Las insinuaciones venían desde hace meses, hoy ya no hay duda: ese es su norte.
La necesidad que tiene para ello no es menor y va en dos direcciones. Primero, es la vía que tendría él para hacer las reformas institucionales que le permitan retornar lo antes posible a la presidencia y gobernar sin límites para alcanzar sus objetivos de favorecer a los suyos de la forma que ha querido y que, durante su gobierno actual, el sistema se lo ha impedido. Se trata en el fondo de extender o perpetuar su proyecto político. Segundo y ligado a lo anterior, busca blindarse mediante las reformas necesarias para asegurarle impunidad ante los múltiples delitos por los que ha sido acusado a lo largo de su administración, muchas de ellas, muy bien fundamentadas.
Debemos ser claros: hay que ser demasiado iluso para creer su cuento que en estos tres años él no ha logrado nada importante porque no lo dejan gobernar. En realidad, llegó a la Presidencia sin conocimiento alguno sobre administración pública; del funcionamiento del Estado y de su marco legal. Nuestro sistema, aunque lleno de defectos que pueden y deber ser mejorados, está diseñado para que prevalezca la democracia y para que mediante controles y equilibrios se impida la concentración de poder y con ello, la corrupción. Sí, esa que él tanto profesa combatir, pero irónicamente, lo que él en realidad desea es que esos órganos de control no existan o se plieguen a su voluntad. A pesar de su retórica contra el sistema, en tres años no ha presentado propuestas serias dirigidas a la reforma al Estado. Peor aún, el Ejecutivo ha presentado cero proyectos de ley con ese fin. Lo único que hizo fue promover la llamada Ley Jaguar que anunció con bombos y platillos que había sido revisada a través de todos los filtros y que al final de cuentas terminó siendo un fiasco por una sencilla razón: lo que pretendía era debilitar a la Contraloría para permitir adjudicaciones directas en obra pública importante. Nada más contrario al combate contra la corrupción.
Su discurso carece explicaciones sobre logros reales, porque simple y llanamente no existen. La mejora macroeconómica —que sí es real— no es fruto de su virtud. Se explica principalmente por dos factores: uno, la reforma fiscal de la administración anterior cuyos frutos él ha recogido, y dos, la drástica reducción en inversión social, la cual no puede celebrarse, pues afecta gravemente a la clase media y baja. (Irónicamente, de donde provienen mucha de la base que lo apoya). Es esto lo que produce más pobreza, más desigualdad, más vulnerabilidad para la población de caer en narcotráfico, más inseguridad, en fin, menor calidad de vida.
Lo demás que señala como logros es cinismo en su máxima expresión. Presenta datos falsos o maquillados, al punto que parece que está hablando de otro país, y no de Costa Rica. Cada quien puede hacer la tarea de investigar y descubrir las verdades que esconden estos anuncios.
Su desprecio por los datos —que por cierto, fueron delegados a videos y no en su discurso hablado— así como su tono y expresiones corporales de burla hacia las observaciones técnicas, no solo refuerzan la sustitución del argumento por la manipulación visual y verbal, sino que refleja que su verdad la define por la emoción y no por la evidencia. Este fenómeno es particularmente grave en una sociedad que, por años, ha visto como la política tradicional se ha divorciado de la gente, lo cual ha dejado un vacío que fácilmente es llenado por discursos simplistas y mesiánicos como los suyos donde cualquiera se cree cualquier mentira que le suene bonito al oído lo cual es típico de los regímenes que sustituyen el debate técnico por la fe en el líder carismático y es aquí donde la democracia corre un seriecísimo peligro.
El populismo, en su versión más agresiva, no solo cuestiona el sistema: lo debilita desde dentro. Y cuando esto ocurre desde la Presidencia, el peligro se vuelve estructural. El riesgo es ahora. Estamos avisados. Su plan es obtener las diputaciones necesarias para reformar el Estado a su conveniencia. La democracia costarricense, con todas sus fallas, requiere renovación, no demolición. El hartazgo del pueblo es comprensible. Pero si esa fatiga se convierte en furia, y esa furia en fe ciega, entonces el país habrá cruzado el umbral más peligroso: el de la idolatría política disfrazada de patriotismo lo cual conduce irremediablemente a la pérdida de la democracia. Sabemos que perder la democracia es fácil, pero recuperarla usualmente tarda décadas.
Este es exactamente el camino que han seguido otros países caídos en desgracia. Ejemplos hay muchos, quizás el que más se ajusta a lo que ya ha lamentablemente ha iniciado en Costa Rica es la Venezuela de Hugo Chavez. Las dictaduras modernas —que no exclusivas de la izquierda— nacen en elecciones legítimas y luego inician un proceso meticuloso: atacar a las instituciones; polarizar a la sociedad; decirle al pueblo lo que quiere escuchar y apelando a su enojo; sustituir la responsabilidad y rendición de cuentas del líder por una exaltación de emociones, y finalmente alcanzar mayoría parlamentaria para transformar el Estado a su antojo.
Debemos entender el discurso de Rodrigo Chaves no como digno de una democracia sino como momento clave en nuestra historia actual: se trata de convertir el enojo y desconfianza de ese ciudadano “medio” en un inicio temprano de una campaña política que aspira a convertir ese respaldo popular en un posterior mandato absoluto. Fue un mensaje sin intención de diálogo, sin espíritu democrático, sin vocación alguna de dar una verdadera rendición de cuentas. Fue una clara declaración de guerra política contra todo aquél que no se someta a su voluntad.
Costa Rica se encuentra en una coyuntura histórica de mayor riesgo desde al menos la Segunda República. Debe decidir si quiere avanzar fortaleciendo su institucionalidad mediante el diálogo y reformas responsables, o arriesgarse a entregar su futuro a una figura que, en nombre del pueblo, parece dispuesto a arrasar con todo lo que le impida gobernar a su manera. Bien nos ha enseñado la historia: los regímenes que comienzan desmantelando la democracia “para salvarla”, terminan siempre destruyéndola y dejando sus pueblos en peores condiciones que aquellas que supuestamente llegaron a corregir.
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