El martes 20 de mayo, en su editorial publicado en este medio, Diego Delfino hizo un apunte agudo y necesario sobre la desconexión entre el discurso académico y la experiencia emocional ciudadana frente al problema de la inseguridad. En su argumentación, Delfino señala con acierto que quienes trabajamos en la academia —siendo, quien escribe, uno de los aludidos— estamos fallando en comunicar de manera efectiva nuestras posiciones, pues estos mensajes no logran conectar con el miedo legítimo que siente la ciudadanía ante la creciente violencia. Esta es una crítica valiosa, que merece atención.

Sin embargo, considero que hay un aspecto problemático en su argumento: la división artificial que establece entre ciudadanos indignados y un gobierno que sabe redituar con esa indignación —por un lado— y los delincuentes desalmados y sinverguenzas que, suelen ser defendidos y respaldados por los académicos —por el otro—. Con un tono por momentos condescendiente, Delfino alude a que, en un juego de suma cero, aquí las víctimas solo están de un lado —entre estos, por ejemplo, “la abuelita que es estafada desde un teléfono”—.

Encuentro que el problema fundamental es pensar que la sociedad costarricense puede ser fácilmente escindida entre buenos y malos. La delincuencia y los crímenes letales, como los homicidios, no afectan solo a los ciudadanos indignados, que se respaldan en el discurso del presidente todos los miércoles y que, legítimamente, reclaman desde la frustración, sintiendo que no hay salida.

Porque el delito también, pero sobre todo, afecta a las comunidades que no solo tienen que sufrir el abandono sistemático de programas de gobierno, sino también el estigma y los pesos más severos del problema delictivo y criminal. Los vecinos de esas comunidades también padecen y sufren, aunque quizás ellos no encuentran respaldo en ese discurso que los divide y los separa.

Las otras voces del dolor

Atendiendo en alguna medida la invitación que Delfino nos hace, quiero compartir algunas historias de esas personas que igualmente sufren, se indignan y claman por una solución desde el otro lado de esta falsa división.

Ana es una lideresa comunal de un barrio marginado de Costa Rica. Su hijo Adrián estuvo en la cárcel por robo agravado. Ella me comentaba con pesar su experiencia mientras él estuvo encerrado: “Es muy triste —me dijo—. Bueno, yo venía enferma. Yo lloraba. Venía enferma. Al menos iba una vez a la semana o cada quince días a dejarle comida. Porque primero no se puede. Económicamente es muy duro. Pero hay gente que va a dejarles comida todos los días. Hay viejitas que van y dicen: 'No, es que él no puede comer la comida de ahí'. Y ahí digo yo: La economía no está… Al menos yo no. No podía. Porque yo trabajaba.”

El regreso a casa tampoco fue sencillo. Ana tuvo que reorganizar su pequeña vivienda para darle un espacio a su hijo. Pero el verdadero desafío para Ana fue lidiar con los graves problemas de salud mental que Adrián ya padecía y que se complicaron aún más durante su encarcelamiento. Él comenzó a escuchar voces y tener alucinaciones severas. En una ocasión, casi incendia su habitación cuando, dominado por sus alucinaciones, arrojó fuego a un abanico. La situación se agravó tanto que tuvo que ser internado en el Hospital Psiquiátrico, de donde se escapó por el terror que le provocaba regresar al encierro, fracturándose ambas piernas al saltar un muro.

A través de todo este proceso, ha sido únicamente Ana quien ha sostenido a su hijo, proporcionándole cuidados, medicación y contención emocional, toda vez que no encuentra ningún apoyo ni política clara que le facilite este proceso. Esta realidad demuestra cómo, en casos como el de Adrián, la responsabilidad de la “rehabilitación” recae enteramente en las familias, especialmente en las madres, sin ningún respaldo institucional efectivo.

En ese sentido, las madres como Ana no solo deben lidiar con el estigma social al respaldar a sus hijos, sino que también cargan con responsabilidades abrumadoras: gestionar el consumo problemático de drogas que padecen, atender su salud, brindarles acompañamiento emocional y garantizarles un espacio en el hogar. Todo esto mientras intentan mantener a flote la economía familiar.

Carmen, vecina de Ana y madre de Elías, vivió una situación aún más dramática. Mientras cuidaba a su padre adulto mayor, tuvo que enfrentarse al regreso de su hijo al barrio, quien retomó el consumo y comenzó a distribuir drogas en la esquina. La suerte de Elías, al involucrarse en la venta de drogas en el barrio, acabó al ser asesinado frente a la pulpería del barrio. Tan solo unas semanas después del asesinato de Elías, hablé con Carmen y me confesó:

“Yo le pedí mucho a Dios que Elías no regresara más a la cárcel. La verdad que Dios me escuchó... Ya no podía salir de aquí porque mi papá le tenía mucho miedo a Elías. Si me iba a hacer un mandado tenía que andar haciendo el mandado y dejar a mi papá con llave... Todo tiene un principio y todo tiene un final, ¿verdad? En eso terminamos. No queda más que seguir adelante. Ya él está descansando y no anda aquí haciendo daños a nadie. Eso era lo que no me gustaba, que le hiciera un daño a alguien.”

El dolor no tiene bandos

Estas historias dan cuenta de que el sufrimiento, la indignación, la impotencia y la rabia no son propiedad exclusiva de los ciudadanos que levantan las voces desde lo que usualmente etiquetamos como “populismo punitivo”. Lo que ocurre es que estos últimos son los que gritan más fuerte, los que más se hacen escuchar, los que tienen tribunas más altas y obtienen mayores réditos.

Felipe, un joven que estuvo privado de libertad durante ocho años. Él logró, durante su estadía en prisión, hacer la primaria y el colegio, e incluso entrar a estudiar Administración de Empresas en la UNED. Hace dos años hablé con él y me contó las dificultades que enfrentó al salir de prisión:

Mae, buscar brete es duro. Yo le puedo decir a usted: yo tengo título de administración de Mipymes, título de barbería, de tatuador, tengo manipulación de alimentos, tengo certificado de atención al cliente y todas esas loqueras, papi… ¡Pero cuesta! He metido currículos y yo he sabido lo que es que llamen a personas que lo han metido conmigo y a mí no.”

Luego añadió:

Reinsertarse a la sociedad no es fácil. Cuesta, mae. Yo se lo digo porque día a día me cuesta.”

Felipe fue asesinado en septiembre de 2024, a los 25 años, en un barrio del sur de San José. Ya no participaba de actividades delictivas, pero al estar reunido en la esquina del barrio, con unos amigos que sí estaban vinculados con una banda, recibió una bala que acabó con su vida y sus aspiraciones de terminar una carrera universitaria y encontrar un trabajo.

A propósito de “la tercera vía”

Delfino hace bien en llamar la atención sobre la necesidad de un discurso más empático, pero su planteamiento debería tener cautela para no caer en falsas divisiones y juegos de suma cero, donde parece que las víctimas solo estuvieran de un lado.

La “tercera vía” que necesitamos no consiste solo en presentar mejor los datos o en contar historias más emotivas. Implica reconocer que todos somos parte de un tejido social dañado. Que las madres que lloran a sus hijos asesinados en barrios marginales sufren igual que las madres que lloran a sus hijos víctimas de asaltos en barrios de clase media. Que el miedo y el dolor no distingue estrato social ni nivel educativo.

Por lo tanto, una comunicación verdaderamente efectiva no consiste en manipular emociones para convencer, sino en mostrar la complejidad de un sistema donde todos podemos llegar a ser víctimas, aunque de distintas maneras. En esa dirección, el verdadero adversario no es el delincuente sinvergüenza ni los académicos desconectados que se ufanan en los congresos académicos, sino un sistema político que sigue fallando sistemáticamente en ofrecer soluciones a la trama compleja de problemas en donde está inscrito el delito, el crimen y sobre todo el dolor de muchos ciudadanos.

Así, podemos insistir en que el punitivismo populista no es la solución, pero tampoco lo es crear divisiones y movilizar un dolor legítimo. Quizás la solución venga por seguir insistiendo en construir puentes entre estas realidades aparentemente distantes, reconociendo que el sufrimiento no tiene bandos y que las respuestas efectivas deben atender a todos los sectores afectados por la violencia, independientemente del lado de la falsa división en que se encuentren.

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