En el siglo XVIII, Adam Smith introdujo la metáfora de la mano invisible para explicar cómo, en un mercado libre, las personas que persiguen su propio interés terminan beneficiando al conjunto de la sociedad. Según esta visión, la oferta y la demanda se autorregulan, ajustando los precios en función de la escasez o abundancia de bienes.
En esta lógica capitalista tenemos que el valor de insumos + el valor de fuerza laboral + la ganancia o utilidad determina el precio final de los productos. Así, el mercado será el escenario donde oferta y demanda se miden, como si se tratara de un juego de sube y baja, con dos personas que participan, sentadas cada una de un lado, y ambas se impulsan para colaborar con el movimiento, sino no, no hay juego.
Sorprende que, tres siglos después, algunos economistas aún defienden la validez de esa teoría. La realidad ha demostrado que esa mano invisible no existe como fuerza neutral y espontánea. Lo que predomina es la mano peluda del homo economicus: interesada, especuladora y capaz de alterar las reglas del juego para concentrar poder y riqueza en el corto plazo.
Una mano peluda que fabrica sus propias crisis
Un ejemplo contundente fue la crisis financiera que sacudió al mundo tras el colapso del mercado inmobiliario estadounidense y la especulación bancaria sin control. Alan Greenspan, entonces presidente de la Reserva Federal de EE. UU., admitió públicamente que había confiado demasiado en el supuesto autocontrol de los mercados. “He encontrado una falla”, declaró, al reconocer que ni siquiera los grandes bancos supieron proteger a sus propios accionistas. Su fe en la autorregulación se desplomó junto con millones de empleos, hogares y ahorros en todo el mundo.
Una mano peluda que crea la falsa percepción de escasez
En la industria de la moda, millones de prendas y accesorios nuevos se destruyen cada año para proteger la exclusividad de las marcas. Ropa incinerada, bolsos recortados, excedentes que nunca ven la luz: lo que no se vende, se elimina. No por error, sino por diseño. Es la lógica de un mercado donde el lujo se sostiene no en la calidad, sino en la percepción creada de escasez.
Una mano peluda que prefiere destruir el mundo antes que renunciar al modelo que la sostiene
Naomi Klein lo ha documentado con crudeza: las élites globales no sólo niegan el colapso climático, sino que se preparan para sobrevivir a él, acaparando tierras, agua y minerales clave, incluso a costa de la vida de millones. No buscan prevenir el desastre, sino capitalizarlo: es el capitalismo del desastre.
Cierro con las palabras del fraile dominico brasileño Frei Betto, quien, en una carta ficticia y demoledora, da voz al mercado como si fuera un pecador arrepentido:
"Estoy gravemente enfermo. Me gustaría manifestar públicamente mis excusas a todos los que confiaron ciegamente en mí. Creyeron en mi presunto poder de multiplicar fortunas. Depositaron en mis manos el fruto de años de trabajo, de economías familiares, el capital de sus emprendimientos.
Pido disculpas por inducir multitudes a acoger, como santificadas, las palabras de mi sumo pontífice Alan Greenspan, que ocupó la sede financiera durante diecinueve años.
Yo, el mercado, pido disculpas por haber cometido tantos pecados y, ahora, transferir a ustedes el peso de la penitencia. Sé que soy cínico, perverso, ganancioso. Sólo me resta suplicar que el Estado tenga piedad de mí".
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