Costa Rica está para más. La ciudadanía lo sabe, lo siente y lo exige. Durante años hemos escuchado discursos elocuentes, leído planes estratégicos llenos de promesas, y presenciado conferencias de prensa donde se anuncian políticas públicas que aparentan responder a las necesidades del país. Sin embargo, con frecuencia estas iniciativas se quedan en el papel y no se concretan en acciones que impacten realmente la vida de las personas. La demanda de que las políticas públicas se conviertan en hechos tangibles no es solo una crítica: es una exigencia legítima de eficacia, justicia y cumplimiento del contrato social.

Esta frustración ciudadana tiene su origen en una desconexión cada vez más evidente entre lo que se comunica y lo que se ejecuta. Muchas políticas se formulan correctamente, cuentan con sustento técnico y marcos legales pertinentes. No obstante, al llegar a la etapa de implementación, se enfrentan a obstáculos persistentes como la falta de presupuesto, la burocracia, la débil coordinación entre instituciones y, en ocasiones, una escasa voluntad política. Estas limitaciones no solo impiden resultados concretos, sino que también erosionan la confianza en el Estado y en la democracia.

¿Gobierno para las redes o para la gente?

En la actualidad, persiste una percepción entre amplios sectores de la población de que el gobierno de turno ha priorizado la imagen por encima de la acción. La política pública, en lugar de ser un instrumento técnico y social de transformación, parece haber sido reducida a titulares efímeros, transmisiones en redes sociales y gestos simbólicos. Si bien una comunicación gubernamental eficaz es importante, lo fundamental sigue siendo la ejecución con resultados verificables.

Un ejemplo que generó controversia en la opinión pública fue el caso de la llamada “Ruta de la Educación”. Según declaraciones de una exjerarca del Ministerio de Educación Pública, esta supuesta hoja de ruta existió como una guía conceptual, pero no fue publicada ni institucionalizada formalmente. Esto dejó en evidencia un vacío preocupante: la ausencia de un documento oficial que guiara las prioridades educativas del país durante un momento crucial de recuperación postpandemia. La política pública, por definición, debe ser verificable, trazable y evaluable. Sin esos elementos, el riesgo es que las decisiones se perciban como improvisaciones.

Otro asunto que ha generado debate es el uso de herramientas presupuestarias. A pesar de que la Asamblea Legislativa aprueba los presupuestos nacionales conforme al orden constitucional, han surgido señalamientos sobre supuestas retenciones o retrasos en la asignación de recursos por parte del Poder Ejecutivo. Si se confirmara que existen decisiones discrecionales que limitan la ejecución de recursos previamente aprobados, estaríamos frente a una contradicción grave del principio de legalidad, planificación y respeto al equilibrio de poderes. Más allá de la interpretación política, la institucionalidad requiere certeza y previsibilidad.

En materia de igualdad de género, persiste la preocupación de que las campañas impulsadas por el Instituto Nacional de las Mujeres no se han traducido en una reducción efectiva de los feminicidios ni de otras formas de violencia estructural. Si bien se han promovido iniciativas de denuncia y visibilización, los desafíos en la articulación interinstitucional, la asignación presupuestaria y la atención integral siguen siendo relevantes. Una política pública efectiva debe ir más allá del mensaje; necesita sistemas funcionales, prevención estructural y rutas claras de atención.

Queremos resultados, no narrativas

La ciudadanía no exige milagros, pero sí espera resultados reales: acceso a servicios de salud eficientes, educación pública fortalecida, empleo digno, vivienda adecuada, transporte accesible y sistemas de cuido oportunos. También demanda que las políticas públicas disminuyan las desigualdades y atiendan a las poblaciones más excluidas. Cuando esas expectativas no se concretan, lo que se percibe es que el Estado ha fallado en su misión de garantizar derechos.

La raíz del problema no es solo la falta de políticas, sino su limitada implementación. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el caso del Sistema Nacional de Cuidados, respaldado por la Ley 10047, pero aún lejos de consolidarse como una red nacional funcional. En muchas zonas del país, los servicios siguen sin operar. Otro caso similar es la Política Nacional de la Persona Adulta Mayor, vigente desde 2023, que enfrenta desafíos relacionados con su ejecución, como la baja inversión pública, la limitada evaluación de resultados y la escasa transformación de los entornos comunitarios.

Estas fallas son particularmente preocupantes cuando afectan a poblaciones vulnerabilizadas, como personas mayores, personas con discapacidad y niños en situación de pobreza. Cuando los derechos no se traducen en servicios accesibles y sostenibles, lo que ocurre no es un simple rezago administrativo, sino una forma persistente de exclusión.

Recuperar la confianza requiere hechos, no solo palabras

La ciudadanía también exige un nuevo modelo de gobernanza: uno que promueva la transparencia, la participación efectiva y la rendición de cuentas. Las personas quieren ser escuchadas en la formulación de políticas, tener acceso a información clara sobre su ejecución y contar con mecanismos reales para evaluar y exigir correcciones.

La confianza institucional no se impone: se construye a partir de hechos consistentes. Una política pública que mejora la vida de una comunidad genera legitimidad y refuerza el compromiso social. Por el contrario, cuando las políticas se limitan al discurso o a la promoción superficial, lo único que se construye es desconfianza.

Costa Rica posee el conocimiento técnico, el talento humano, una institucionalidad con historia y una ciudadanía cada vez más crítica. Lo que hace falta es voluntad política y un enfoque centrado en resultados, no en percepciones. Porque una política no se define por su retórica, sino por su impacto.

El país está para más. No podemos seguir celebrando estrategias sin presupuesto, discursos sin planes y políticas sin implementación. No queremos ocurrencias. Queremos políticas públicas reales, que se midan no por su viralidad, sino por los cambios que generan en la vida de las personas. Porque cuando las políticas no cambian vidas, dejan de ser públicas. Y lo público debe ser útil, justo y transformador.

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