En un mundo que transita hacia la multipolaridad, se abre una oportunidad histórica para el mundo entero de repensar los fundamentos del orden internacional, no solo en términos de poder geopolítico, sino también desde una perspectiva civilizatoria y tecnológica. La crisis del paradigma unipolar, sostenido por la globalización neoliberal, el monocultivo de la mente y la cultura tecnológica hegemónica revela con claridad que la imposición de un único modelo de desarrollo, de economía, de conocimiento y de tecnología ha conducido a la fragmentación social, el colapso ecológico y la pérdida del sentido espiritual en nuestras sociedades.
La filósofa y activista india Vandana Shiva ha denunciado los efectos destructivos del “monocultivo de la mente”, una forma de epistemicidio que empobrece la diversidad cultural, intelectual y espiritual de la humanidad. Así como los monocultivos agrícolas empobrecen la tierra y eliminan la biodiversidad, el conocimiento hegemónico impuesto por Occidente ha suprimido la riqueza de saberes propios de cada cultura.
La lógica que sustenta una semilla transgénica que desplaza variedades nativas es la misma que guía el modelo económico, tecnológico y político occidental: uniformar, dominar y controlar. Según Shiva, la globalización no solo estandariza los mercados, sino también las formas de pensar, vivir y conocer. Bajo el disfraz del “progreso”, esta imposición borra saberes ancestrales, debilita las culturas locales y somete a los pueblos a una lógica centrada en la competencia, el consumo y la explotación, en lugar de valorar el equilibrio, la reciprocidad y el respeto por la vida.
Esta lógica no es nueva. Forma parte del proyecto moderno-ilustrado, que desde sus inicios estuvo vinculado al colonialismo. La modernidad no fue solo un proceso europeo de emancipación racional; fue también una maquinaria imperial que exportó su cosmovisión al resto del planeta, presentándola como universal, mientras subordinaba y destruía las visiones del mundo no occidentales.
En este marco, la tecnología ha sido concebida y utilizada desde una perspectiva unipolar. La cultura tecnológica dominante —heredera del pensamiento cartesiano, la mecánica newtoniana y el capitalismo industrial— se ha erigido como única. Desde este punto de vista, la tecnología se convierte en una herramienta para dominar la naturaleza, maximizar la eficiencia, producir en masa y acelerar el crecimiento económico. Es, en esencia, una tecnología del control.
Pero ¿por qué debería existir una sola forma de concebir y practicar la tecnología? ¿Por qué reducirla a los valores y fines de una sola civilización? Estas preguntas son centrales en el pensamiento del filósofo chino Yuk Hui, quien propone replantear radicalmente nuestra relación con la técnica.
Yuk Hui sostiene que no existe una única tecnología, sino múltiples culturas tecnológicas, determinadas por las cosmologías de los pueblos. La tecnología, según él, no es neutral: está cargada de valores, ideas sobre el ser humano, la naturaleza y el cosmos. Por ello, propone el concepto de cosmotécnica, que designa la forma en que cada cultura integra su visión del universo con sus prácticas técnicas.
Hui contrasta en su libro Fragmentar El Futuro, la visión occidental, centrada en el dominio de la naturaleza, con la visión tradicional china, donde la técnica estaba al servicio de la armonía con el Tao y la preservación del equilibrio natural. Esta distinción no es meramente filosófica, sino también política y civilizatoria. Rehabilitar la pluralidad de cosmotécnicas es indispensable para enfrentar la crisis actual del mundo, que no es solo ecológica o económica, sino también ontológica y espiritual.
La multipolaridad no debe entenderse únicamente como la emergencia de nuevos polos de poder —como China, India, Rusia, Brasil o África— en contraposición al viejo centro occidental. Más bien, debe asumirse como una posibilidad histórica para reconstruir el mundo desde la pluralidad natural que lo compone, desde una geopolítica de las cosmologías. En este sentido, la multipolaridad crea las condiciones para una tecnopluralidad: el florecimiento de distintas concepciones de la técnica, basadas en modos diversos de habitar el mundo.
Culturas como la maya, la inca, la china o la india han desarrollado formas de tecnología profundamente integradas con sus cosmovisiones. En lugar de centrarse en la acumulación o la competencia, estas culturas pensaban la técnica como extensión de una ética del cuidado, del equilibrio con la naturaleza, de la continuidad entre lo espiritual y lo material expone Hui en su pensamiento. ¿Por qué reducir entonces la tecnología al algoritmo, al robot, al extractivismo digital? ¿Por qué no pensar también en tecnologías de la relación, del cuidado, de la armonía?
En este nuevo escenario, la soberanía tecnológica no debe limitarse a tener infraestructura digital propia o producir microchips nacionales. Debe significar la capacidad de cada pueblo de definir qué tecnologías necesita, para qué fines, y desde qué visión del mundo. Una neutralidad tecnológica en apariencia —como propone cierta geopolítica tecnocrática— sigue siendo funcional al modelo dominante si no se cuestiona el marco cultural que determina qué se produce y cómo.
Así como reconocemos la pluralidad cultural, debemos afirmar con la misma fuerza la pluralidad tecnológica. Las tecnologías deben nacer del suelo de la cultura, del pensamiento, de la historia y del territorio. Se piensa y se crea desde donde se es, dicen algunos. Deben responder a las preguntas que cada civilización se ha hecho sobre la vida, la muerte, el sentido, la comunidad, el tiempo y la naturaleza.
La multipolaridad y la tecnopluralidad son dos caras de una misma aspiración: recuperar la posibilidad de construir el futuro desde nuestras raíces, desde nuestras propias formas de entender la vida. En vez de seguir importando modelos, debemos atrevernos a imaginar los nuestros. No se trata de regresar al pasado, sino de reactivar las sabidurías ancestrales para inventar otras modernidades, otras tecnologías, otros futuros verdaderamente fecundos.
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