Cada 24 de junio, desde que la ONU proclamó el Día Internacional de las Mujeres en la Diplomacia, nos enfrentamos a una doble tarea: conmemorar lo alcanzado y reflexionar, con incomodidad, sobre todo lo que falta por hacer. Se ha escrito antes sobre las barreras históricas que enfrentamos las mujeres para participar en la política exterior. También se ha sostenido que nuestra presencia no es un gesto simbólico ni una concesión, sino una apuesta estratégica. Pero hoy insistimos en ir más allá: las mujeres no solo deben estar en la diplomacia, deben liderar, sobre todo cuando lo que está en juego es la paz.
Durante décadas, los acuerdos de paz se han negociado sin nosotras. Según datos de Naciones Unidas, entre 1992 y 2019 solo el 13% de quienes negociaron procesos de paz y apenas el 6% de quienes los firmaron fueron mujeres. Y, sin embargo, cuando participamos, los acuerdos son más inclusivos, más legítimos y más duraderos. No porque tengamos una supuesta “naturaleza pacífica”, sino porque llevamos a la mesa visiones más integrales de los conflictos, nutridas por las experiencias de comunidades, territorios y generaciones históricamente silenciadas.
El contexto internacional actual está marcado por conflictos armados, crisis climática, desplazamientos forzados, asesinatos de liderazgos sociales y ataques sistemáticos a los derechos humanos. Detrás de muchos de estos escenarios, persisten decisiones tomadas por élites masculinizadas tradicionales, que continúan priorizando la fuerza, la dominación y la exclusión. Ante esta realidad, cabe preguntarnos con seriedad: ¿qué tipo de liderazgo necesita el mundo para detener esta espiral destructiva?
La respuesta no es simbólica, es estructural: necesitamos más mujeres liderando la diplomacia internacional. No solo para estar en las conferencias, sino para dirigirlas. No solo para opinar, sino para decidir. Y aquí, Costa Rica tiene algo que decir. Contamos con un servicio exterior paritario y con una de las mayores proporciones de embajadoras en el mundo. Nuestra tradición diplomática —fundada en el multilateralismo, el desarme y los derechos humanos— nos obliga a proyectar hoy una política exterior con mirada feminista, que transforme la forma en que entendemos el poder, el diálogo y la justicia internacional.
Ese compromiso debe expresarse también en demandas concretas: disminuir el gasto militar global, aumento del financiamiento humanitario, declarar zonas de paz permanentes, fortalecer los órganos multilaterales, garantizar la paridad de género en los órganos multilaterales de decisión y elegir, de una vez por todas, a una mujer como Secretaria General de las Naciones Unidas. Porque el multilateralismo seguirá siendo insuficiente si no es también feminista.
Los datos actuales son abrumadores. Entre 2015 y 2023, apenas el 22 % de las representaciones permanentes ante el Consejo de Seguridad de la ONU estuvieron encabezadas por mujeres. En 2024, sólo cinco de sus quince miembros tienen una mujer como representante permanente. En materia de desarme, la brecha es aún más grave: las mujeres representan solo un tercio de las personas participantes en los foros internacionales que debaten el uso de armas nucleares, el aumento del gasto militar y el impacto de las nuevas tecnologías bélicas. En 79 años, solo una mujer representante permanente ha presidido la Primera Comisión de la Asamblea General sobre desarme y seguridad internacional. ¿Cómo hablar de paz si no hay mujeres tomando decisiones sobre ella?
La paz no es solo la firma de un tratado: es acceso al agua, al asilo, a la educación, a una dieta adecuada, vivienda digna, a dormir sin miedo. Y en cada una de esas dimensiones, las mujeres diplomáticas han demostrado no sólo capacidad, sino visión. Una visión que entrelaza justicia social, sostenibilidad y derechos humanos.
El mundo ya ha sido liderado —durante siglos— por voces masculinas que han impulsado guerras, rupturas y violencias estructurales. No podemos seguir enfrentando las emergencias del siglo XXI con los liderazgos del siglo XIX. Es hora de abrir paso a un liderazgo distinto: feminista, que priorice la vida, los cuidados y la seguridad humana, y cuestione, desde sus bases, todas las estructuras que sostienen la exclusión y la opresión. La diplomacia feminista no es una opción: es una necesidad histórica.
Pero lo anterior es un reto gigante, que sólo se logrará si reconocemos, a lo interno de la diplomacia costarricense y del mundo, que es indispensable la voz de las mujeres y de los feminismos, pues no se trata de diversidad para cumplir cuotas, sino de una transformación radical del ejercicio del poder y de la diplomacia.
Por eso, este 24 de junio no debe ser solo una conmemoración, sino un llamado urgente a la transformación. La diplomacia no puede seguir siendo un bastión de privilegio y exclusión; debe convertirse en un verdadero instrumento de paz duradera. Nosotras, las mujeres diplomáticas, debemos asumir sin titubeos el papel de ser ese motor de cambio. Porque no se trata del futuro: es el presente el que nos exige valentía, visión y liderazgo feminista para reescribir las reglas del poder internacional.
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