Los conflictos internacionales de hoy los vemos en tiempo real. Lo estamos viendo con la tensión entre Irán, Estados Unidos e Israel. Las decisiones que antes se tomaban con calma, en oficinas cerradas y tras largas negociaciones, ahora se resuelven en cuestión de horas, a veces en minutos.
Los gobiernos ya no compiten solo con ejércitos. Compiten con la velocidad de las redes sociales. La información viaja más rápido que las diplomacias. Los videos, los discursos y las imágenes virales cambian la opinión pública en minutos. Muchas veces, lo que se dice en internet pesa más que lo que realmente ocurre en el terreno. Lo vimos, por ejemplo, cuando el ataque al líder iraní Qassem Soleimani en 2020 se viralizó en cuestión de segundos, obligando a una respuesta inmediata de Irán y generando reacciones en todo el mundo antes de que las cancillerías pudieran terminar de procesar el evento
Las relaciones internacionales no siempre están listas para esto. En muchos casos, siguen operando con modelos pensados para un mundo que ya no existe, donde el poder militar o la firma de tratados parecían suficientes. Pero el mundo de hoy ya no espera. Y las reglas tampoco pueden esperar.
Cada país juega a su manera, con estrategias que también están en constante disputa dentro de sus propios gobiernos y sociedades.
Estados Unidos sigue un camino pragmático. Participa en muchos foros, pero no se ata a todas sus reglas. Si no lo ha firmado, no lo siente como obligación. Así puede actuar rápido, pero también queda expuesto. Ha lanzado operaciones militares sin esperar el aval de organismos internacionales. Lo ha hecho porque puede. Pero el costo reputacional también lo alcanza. Por ejemplo, Estados Unidos no forma parte de la Corte Penal Internacional, el tribunal que investiga crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Esto le permite actuar sin aceptar la posibilidad de ser juzgado ahí, pero también genera cuestionamientos constantes sobre su compromiso real con el derecho internacional. Al interior de Estados Unidos tampoco pareciera que hay unanimidad: las visiones entre el Pentágono, la diplomacia y la Casa Blanca suelen competir por marcar la estrategia.
China se mueve con más cálculo. Compra petróleo iraní, pero hasta el momento evita involucrarse directamente en lo militar. Lo suyo es evacuar a sus ciudadanos en zonas de conflicto, hacer llamados a la calma en la ONU y mantener la imagen de país que no interviene. Pero eso no significa que China sea ajena a la jugada. Fortalece sus lazos comerciales y diplomáticos con Irán y Rusia, construye alianzas indirectas y mantiene su apuesta por convertirse en un referente global de equilibrio sin necesidad de entrar en el terreno militar. China cuida su negocio. Busca estabilidad para que sus mercados sigan funcionando. No quiere verse como agresor, prefiere presentarse como el mediador que siempre está disponible si alguien quiere hablar.
Rusia asume el rol de crítico constante. Condena los ataques de Estados Unidos, apoya diplomáticamente a Irán, pero no va más allá. Necesita a Irán como aliado para contrarrestar el peso de Estados Unidos en la región, pero tampoco quiere un conflicto fuera de control que termine afectando sus propios intereses.
Irán responde de manera calculada. Lanza misiles, hace amenazas de cerrar el Estrecho de Ormuz, por donde pasa casi el 20% del petróleo mundial. Sabe que no puede escalar mucho más. El costo para su economía y su estabilidad sería muy alto.
Israel, con el respaldo de Estados Unidos, busca responder con ataques de precisión para frenar amenazas. Pero también enfrenta el peso de la narrativa digital, donde cada ataque se amplifica y lo posiciona como el agresor principal, algo que cada vez se hace más evidente. Dentro de Israel también existen debates y posiciones divididas sobre cómo manejar estos escenarios
Hoy las relaciones internacionales ya no se juegan solo en las oficinas de la ONU. Se juegan en tiempo real en los trending topics, en los videos que se vuelven virales, en los relatos que conectan con millones en minutos. Lo que antes se discutía con calma, ahora se discute mientras el mundo entero está mirando.
Los modelos que explicaban el mundo desde el poder militar o desde la cooperación institucional —como enseñan las teorías tradicionales— podrían quedarse cortos. No es solo poder, no es solo firmar acuerdos. Hoy pesan las creencias, las culturas, los relatos que cada país logra posicionar. Pesa quién cuenta primero su versión y quién logra que el mundo le crea.
La gobernanza internacional debe cambiar. No solo para gestionar conflictos, también para moverse en un mundo donde las percepciones pesan tanto como los hechos, y donde la información puede cambiarlo todo en cuestión de horas.
Hoy las decisiones deben ser rápidas, flexibles y conectadas con lo que pasa en tiempo real. Los gobiernos ya no pueden darse el lujo de reaccionar tarde.
El mundo no espera. Las relaciones internacionales tampoco deberían. Y tampoco la resiliencia.
En este mundo de cambios constantes, la resiliencia no puede entenderse solo como la capacidad de aguantar. La resiliencia es la capacidad de adaptarse rápido, aprender sobre la marcha, reconstruir mejor y transformar las formas en que hacemos Relaciones Internacionales. No se trata solo de resistir, se trata de construir nuevas rutas posibles en medio de tanta incertidumbre.
Ahí está el verdadero reto. Y también la oportunidad.
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