Costa Rica atraviesa uno de los momentos más delicados de su historia democrática reciente. La violencia, antes considerada un fenómeno periférico o importado, hoy se ha normalizado en nuestras calles, en nuestros hogares, en nuestras redes sociales, y lo que es aún más alarmante: en las cúpulas de poder. La sociedad costarricense se ve arrastrada a una vorágine de agresión cotidiana que ya no distingue entre estratos, edades o territorios. Frente a esta crisis multifacética, resulta inaceptable que los tres Poderes del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— alimenten la tensión con discursos violentos, intolerantes y muchas veces abiertamente cargados de odio.

La violencia no es solo la bala que silencia una vida inocente; también es la palabra que degrada, la omisión que desprotege, el grito que señala al diferente y el discurso oficial que legitima la confrontación. Cuando nuestros líderes políticos y judiciales utilizan el lenguaje como arma para dividir, ridiculizar o polarizar, están contribuyendo directamente a un clima social que justifica la agresión y normaliza el conflicto.

En las últimas semanas, hemos visto cómo desde las más altas esferas del poder se emiten declaraciones despectivas contra sectores sociales, profesionales, partidos políticos, e incluso contra los mismos ciudadanos. Las redes sociales se convierten en escenarios de guerra simbólica y las sesiones legislativas en campos de batalla retóricos. Lejos de ejercer su función pacificadora y reguladora, los tres poderes del Estado parecen competir por quién puede imponer su voluntad con mayor vehemencia.

Esta conducta institucional tiene consecuencias directas y trágicas: aumentan los feminicidios, se disparan los homicidios vinculados al narcotráfico, se recrudece la violencia doméstica, y se desata una cultura de irrespeto generalizado que se expresa en las calles, en los hogares y hasta en las escuelas. Incluso los turistas comienzan a percibir a Costa Rica como un país inseguro, lo cual pone en riesgo no solo nuestra imagen internacional sino también una de nuestras principales fuentes de ingresos.

La violencia no brota en el vacío. Crece en el terreno fértil del abandono, de la exclusión, del desempleo, pero también del discurso. El lenguaje que se pronuncia desde el poder tiene un efecto multiplicador. Cuando desde el Ejecutivo se desacredita sistemáticamente a la prensa o a instituciones autónomas; cuando el Legislativo se dedica más a insultar que a construir puentes de diálogo; cuando el Poder Judicial se manifiesta en términos punitivos sin considerar las raíces sociales de la violencia, se configura un panorama de desesperanza y desprotección para la ciudadanía.

¿Qué podemos hacer?

Es urgente un viraje hacia un lenguaje de paz, de respeto y de empatía. Aquí algunas propuestas concretas:

Pacto Nacional por el Diálogo y la No Violencia

Un acuerdo multisectorial impulsado por los tres poderes del Estado, con acompañamiento de universidades, iglesias, sindicatos, cámaras empresariales y organizaciones sociales, para comprometerse públicamente a erradicar los discursos de odio en sus comunicaciones formales e informales. Este pacto debe incluir lineamientos éticos, criterios lingüísticos, y mecanismos de rendición de cuentas ante el uso indebido del lenguaje público.

Formación en comunicación no violenta

Capacitar a funcionarios públicos, diputados, jueces, fuerzas policiales y voceros institucionales en herramientas de comunicación asertiva, escucha activa y mediación de conflictos. El Estado debe predicar con el ejemplo, y eso empieza por cómo se comunican sus representantes.

Reforma educativa integral

Integrar de forma transversal en el sistema educativo contenidos sobre resolución pacífica de conflictos, pensamiento crítico, educación emocional y ciudadanía activa. Las nuevas generaciones deben aprender que la fuerza del argumento vale más que el argumento de la fuerza.

Observatorio ciudadano del lenguaje institucional

Un ente autónomo encargado de monitorear el uso del lenguaje en discursos, redes sociales y declaraciones públicas de los actores estatales. Este observatorio puede emitir informes y recomendaciones periódicas, contribuyendo a la cultura del respeto.

Campañas masivas de sensibilización

Impulsar campañas en medios de comunicación y espacios públicos que promuevan el respeto a la diversidad, la resolución pacífica de conflictos, y la prevención de la violencia en todas sus formas. El mensaje debe ser claro: en Costa Rica, el odio no tiene cabida.

Costa Rica aún está a tiempo de reencontrarse con su vocación pacífica y democrática. Pero esto solo será posible si quienes ostentan el poder entienden la responsabilidad histórica que cargan sobre sus hombros. No se puede exigir paz en las calles mientras se predica odio desde los podios. No se puede construir seguridad desde la violencia verbal. Hoy más que nunca, necesitamos líderes que enarbolen la palabra como puente, no como puñal.

Es hora de recuperar el alma pacífica de nuestro país. Y todo empieza con la forma en que nos hablamos.

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