Vivimos en una época donde la muerte ha dejado de ser un acontecimiento excepcional para convertirse en una constante cotidiana, casi banal. Cada día, los medios de comunicación nos bombardean con noticias de asesinatos, accidentes y ajustes de cuentas. Y lo más preocupante: lo hemos normalizado. Antes, un homicidio conmocionaba a una comunidad entera; hoy, se cuenta como una estadística más. Paradójicamente, mientras tememos profundamente la idea de morir —y más aún, la de vivir plenamente—, aceptamos sin resistencia que nuestros jóvenes pierdan la vida atrapados en ciclos de violencia, adicción o desesperanza. Esta dicotomía refleja una profunda crisis social, moral y humana.

El proceso de insensibilización ante la muerte no ha sido repentino, sino gradual. Ha sido alimentado por una sobreexposición mediática, una cultura del morbo y una creciente indiferencia comunitaria. En nuestras calles ya no se llora al joven caído, se le etiqueta: “era de pandilla”, “se lo buscó”, “otro más por drogas”. El lenguaje cotidiano se ha endurecido, y con él, nuestra capacidad de empatía. Lo trágico se ha vuelto rutina.

No es un dato menor que en San José, la capital de Costa Rica, existan poco más de 5000 personas en situación de calle. Detrás de cada número hay una historia de abandono, exclusión y, en muchos casos, violencia estructural. Muchos de ellos mueren sin nombre, sin rostro, sin justicia. Hemos aprendido a convivir con su presencia como parte del paisaje urbano, como si su realidad no nos interpelara directamente.

Por otro lado, la violencia que sufren las mujeres sigue siendo una de las manifestaciones más brutales de esta indiferencia colectiva ante el sufrimiento y la muerte. Femicidios, agresiones físicas, violaciones y acoso se repiten a diario. La muerte de una mujer por el simple hecho de ser mujer debería escandalizarnos, pero a menudo se disfraza bajo discursos de justificación, silencio o minimización. ¿Cuántas veces hemos escuchado que “algo habrá hecho” o que “era una relación complicada”? La cultura de la violencia machista es otra expresión de cómo hemos fallado como sociedad en proteger la vida, en defender la dignidad humana.

La muerte se ha transformado en un espectáculo. Se difunden videos, fotos, se comparten detalles escabrosos. La violencia se consume como entretenimiento. Esta banalización revela una desconexión emocional alarmante, y lo más grave es que ocurre mientras vivimos bajo un miedo constante: miedo a salir, a confiar, a vivir plenamente. Tememos por nuestros hijos, por nuestros vecinos, por nosotros mismos, pero al mismo tiempo parecemos haber aceptado que morir joven es parte del destino de muchos.

Esta realidad también evidencia una sociedad que ha fallado en ofrecer alternativas. Muchos de nuestros jóvenes encuentran en las adicciones y la violencia no solo una forma de escape, sino también de pertenencia. En lugar de proyectos de vida, encuentran callejones sin salida. Mientras tanto, desde nuestras burbujas, juzgamos o ignoramos. Y así, la muerte sigue ganando terreno.

Reflexionar sobre la muerte en el contexto actual no es solo hablar del fin de la vida, sino de la forma en que vivimos. El problema no es únicamente que los jóvenes mueran, que las mujeres sean asesinadas o que miles vivan y mueran en la calle, sino que como sociedad lo aceptemos con resignación o frialdad. Necesitamos recuperar la capacidad de conmovernos, de actuar, de crear condiciones para que vivir sea una opción real, valiosa y deseada. Porque cuando la muerte deja de doler, la vida pierde sentido. Y una sociedad sin sentido es una sociedad en riesgo de desaparecer en vida.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.