Muy a grandes rasgos, el libro Por qué fracasan los países (Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty), de Daron Acemoglu y James A. Robinson, plantea la teoría de que lo que determina si una nación se hace rica o pobre no son ni sus recursos naturales, la cultura, la religión o la raza de su gente, ni la ignorancia de sus líderes, sino la calidad de sus instituciones políticas y económicas.

Fundamentalmente, los autores argumentan que las instituciones políticas y económicas pueden ser inclusivas (fomentando el crecimiento, la innovación y la prosperidad de la mayoría) o extractivas (beneficiando a una élite a costa del desarrollo general), y que esta diferencia es clave para entender el éxito o fracaso de los países.

Acá no se habla de “institución” en el sentido al que estamos acostumbrados, de entes gubernamentales como RECOPE, ARESEP, la Caja, etc., sino en un sentido más amplio y estructural. Los autores definen las instituciones como el conjunto de reglas, normas y prácticas que rigen la vida económica y política de una sociedad. Así, por ejemplo, una institución extractiva clásica es la esclavitud, en la que una mayoría es subyugada y mantenida en la miseria y la opresión para enriquecer a la élite de los amos, mientras que un ejemplo de institución inclusiva lo es, por ejemplo, un mercado en el que existe libre competencia, reglas claras y equitativas, y donde cualquier individuo tiene la posibilidad de innovar, emprender y beneficiarse de su esfuerzo. En un mercado con instituciones inclusivas, el acceso a oportunidades no está restringido por el origen social, la raza o el poder político, sino que se basa en condiciones justas y en la capacidad de cada persona para aportar valor. En contraste, en un mercado dominado por instituciones extractivas, el acceso está restringido a unos pocos privilegiados mediante monopolios, corrupción o regulaciones diseñadas para perpetuar el control de una élite sobre la economía.

Un concepto importante que exponen los autores es el de la “destrucción creativa”, propia de las sociedades con instituciones inclusivas, tanto políticas como económicas, y que ocurre generalmente con la adopción de nuevas tecnologías.  Ésta es una agente de cambio clave, que genera innovación e impulsa el crecimiento sostenido, ya que permite que nuevas ideas y empresas reemplacen a las antiguas, impulsando el progreso y la competitividad.

No obstante, cuando las instituciones no favorecen este dinamismo, el resultado es el opuesto: rigidez, obstáculos al progreso y estructuras diseñadas para mantener el statu quo. A medida que uno avanza en la lectura del libro, van saltando a la vista un gran número de ejemplos de la “institucionalidad” de Costa Rica que, en vez de favorecer el crecimiento y la competitividad, generan estancamiento e inercia; casos claros de instituciones extractivas establecidas por una élite para facilitar el control de la sociedad y, por supuesto, obtener algo a su favor.

Para explicar mejor este punto, empecemos por un ejemplo en el que la destrucción creativa ya ocurrió.

Las Placas de Taxi

Durante buena parte del siglo pasado (y probablemente parte de éste), las concesiones del servicio de taxi fueron usadas por los gobernantes de turno (principalmente el PLN, y luego también el PUSC), para pagar favores políticos, sobre todo a personas que habían trabajado en la campaña electoral. Aquel que ayudaba a pegar más banderas y “hacer más bulla” a favor del candidato del momento tenía más chance de ganarse un “plaquita”.

Con la placa venía la “gracia divina” de poder comprar un carro sin impuestos (un privilegio aún existente y ajeno a la realidad del resto de los mortales) y ponerlo a trabajar sin mayor competencia, ya que la cantidad de placas de taxi se mantenía (y aún se mantiene) artificialmente limitada. Y de feria, este modelo prácticamente le aseguraba al partido una flotilla de transporte para movilizar votantes el día de las elecciones, mientras privaba de ese recurso al partido opositor.

Un modelo “casi perfecto”, claro, solo si obviamos que el 99.9% de la población quedaba con una movilidad restringida, tarifas altas debido a la escasa oferta y un servicio deficiente, con carros desvencijados y choferes pachucos cobrando tarifas de limosina con chofer de la realeza. Todo esto, por supuesto, protegido por regulaciones que impedían cualquier competencia real y mantenían cautivos a los usuarios, quienes no tenían más opción que conformarse con lo que había o resignarse a esperar largas filas en paradas de autobús (con sus propias historias de terror).

¿Qué pasó? ¿Qué cambió? Bueno, sucedió que, a mediados de la primera década de este siglo, el presidente Abel Pacheco propició y negoció el Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos (CAFTA-DR, conocido popularmente como el TLC). Con su ratificación al inicio del segundo mandato de Oscar Arias vinieron la apertura de los mercados de seguros y telecomunicaciones, junto con muchos otros cambios en los intercambios comerciales con Centroamérica y la Unión Americana.  En palabras de Acemoglu y Robinson, algunas instituciones clásicamente extractivas (como los monopolios) fueron reemplazadas de golpe por instituciones políticas y económicas inclusivas (libre mercado) en varias áreas clave de la economía.

Como resultado, la tecnología celular, que hasta ese momento había estado severamente limitada bajo la égida del monopólico ICE, experimentó un crecimiento del 584% entre 2010 y 2014, año en que se alcanzó la cifra de 3.5 millones de teléfonos móviles con acceso a Internet. Esta masa crítica facilitó el uso masivo de aplicaciones móviles, lo que allanó el camino para la entrada de Uber y, con ello, la destrucción creativa comenzó su trabajo.

De pronto, el acceso a una radiobase (con una frecuencia otorgada por el Estado) ya no era necesario para coordinar el viaje de una persona del punto A al B. Mejor aún, esos puntos A y B ya no tenían que describirse dolorosamente por teléfono con detalles como “de la Pulpería La Estrella, 275 metros al sur y 50 al oeste, frente al palo de mango”, sino que podían indicarse con coordenadas exactas mediante GPS. El vehículo ya no debía tener ningún signo externo o color especial para ser reconocido por el cliente (eliminando así la posibilidad de control estatal). Para colmo, la tarifa a pagar ya no era determinada por una autoridad central desconectada de la realidad, como ARESEP, o manipulada por taxistas sin escrúpulos por medio de “marías” adulteradas, sino que se definía en función de la oferta y la demanda en tiempo real, con una clara ventaja para el usuario.

De pronto, miles de personas sin (e incluso con) formación profesional tenían una nueva oportunidad de trabajo, aunque informal, pero moralmente aceptable, mientras que decenas (o cientos) de miles vieron cómo sus opciones de movilidad se ampliaban exponencialmente. Al mismo tiempo, la población vio como el monto que debían pagar por el transporte se reducía (gracias a “tarifas dinámicas”) o incluso se fraccionaba con metodologías como el “viaje compartido”, algo que en el lenguaje de ARESEP seguramente es herejía merecedora de la hoguera.

Y todo lo anterior ocurría sin necesidad de ir a pegar banderas, lamerle las botas al candidato a diputado o regidor del cantón, o transportar decenas de personas gratis el día de las elecciones. Es decir, el mecanismo mediante el cual la élite ejercía poder e influencia (i.e., coerción) sobre un sector de la población desapareció.

La destrucción creativa fue aún más allá y logró llenar otros vacíos generados por la ineficiencia estatal y nuestra infraestructura deficiente, con Uber y otras empresas similares adueñándose de mercados como las entregas de paquetería y la comida “express”. Estas innovaciones surgieron en un caldo de cultivo propiciado por las constantes presas y la incapacidad del Estado para asignar direcciones precisas a cada edificio del país, al tiempo que crearon aún más empleos para personas que no tenían un automóvil, sino solo una motocicleta o incluso solo una bicicleta.

No solo eso, sino que las nuevas generaciones, principales usuarias de Uber (y del mundo digital en general), comenzaron a ver con desconfianza a los partidos tradicionales, que se mostraban empeñados en mantener el status quo.

El resultado es una sociedad que, en ciertos sectores, logró zafarse del control de instituciones extractivas y experimentar los beneficios de un mercado más libre, dinámico y adaptado a la realidad del siglo XXI. Sin embargo, como en toda transformación profunda, hubo resistencia. Tal como los luditas en la Revolución Industrial destruyeron máquinas para intentar frenar el avance tecnológico que amenazaba su modelo de vida, en Costa Rica los beneficiarios del antiguo sistema intentaron por todos los medios detener la destrucción creativa.  Entre 2016 y 2019, y con la complicidad de gobiernos renuentes a emplear el legítimo uso de la fuerza para restablecer el orden, los taxistas, sindicatos y otros grupos “sociales” pusieron al país en jaque con bloqueos, protestas y tortuguismo, paralizando al país y poniendo a prueba la paciencia de la ciudadanía.

Pero Uber y las demás innovaciones que han surgido no son más que la punta del iceberg. El verdadero problema es que, mientras en algunos sectores hemos avanzado hacia instituciones más inclusivas, en muchas otras áreas seguimos atrapados en esquemas que nos hunden en la ineficiencia y el atraso. Salarios y pensiones de lujo en el sector público que benefician a un grupo selecto mientras limitan los recursos que el Estado puede destinar a las áreas prioritarias, monopolios que sofocan la competencia e impiden la innovación, e incluso instituciones que, en lugar de garantizar el orden y la justicia, han terminado alimentando la corrupción y la impunidad.

Pero esto ya se extendió mucho. Esos serán temas para futuros artículos.

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