A inicios de años Joe Biden finalizó su mandato como presidente de los Estados Unidos, dejando atrás un legado divisivo, conflictivo y una posición estadounidense débil y sumisa a los intereses de sus enemigos externos, cuyos frutos comenzamos a ver en la pasada conferencia de Múnich. Este fracaso diplomático quedó marcado por varios sucesos a escala internacional, que no solo han propiciado inestabilidad política dentro y fuera de EE. UU., sino que han anulado décadas de progreso en materia de relaciones internacionales para la Casa Blanca.
Tan solo unos meses después de comenzada la administración Biden-Harris, se confirmó la retirada total de las tropas estacionadas en Afganistán, presencia militar que había protegido la estabilidad del gobierno afgano ante amenazas no estatales durante veinte años. La decisión de retirar las tropas fue firmada por la administración anterior; sin embargo, el manejo de la situación por parte de Biden dejó muchísimo que desear. Biden impuso una fecha límite simbólica para la retirada total, siendo esta el 11 de septiembre de 2021, veinte años después del atentado que ocasionó que la política de defensa exterior estadounidense se centrara en la eliminación de grupos terroristas en Oriente Medio a como diera lugar.
Washington ignoró por completo los informes de su propia inteligencia estatal, que predijeron un colapso interno del gobierno afgano si la retirada se daba en la línea de tiempo planteada. Esto, evidentemente, llevó a una ofensiva del grupo insurgente yihadista, quien no tardó en aprovechar el inmenso vacío de poder, propulsado por la incompetencia estadounidense, para retomar su control hegemónico sobre la nación, retrocediendo el desarrollo del país por décadas y convirtiendo otra vez a Afganistán en un estado frágil y controlado por completo por una organización terrorista.
Ni siquiera seis meses después de esta primera situación, la Casa Blanca se veía envuelta en otra crisis internacional cuando Rusia iniciaba una operación militar especializada en Ucrania, país que se había vuelto el vehículo preferido de intervencionismo estadounidense en contra de la influencia de Moscú. Esto sucedió acto seguido de un periodo donde la OTAN (cuya supervivencia depende de la fabricación de un enemigo) fue especialmente hostil hacia las demandas impuestas por el Kremlin a Occidente, que eventualmente llevarían a Putin a iniciar la invasión. El apoyo estadounidense a Ucrania, cuya soberanía ha sido totalmente arrebatada a manos de Moscú, fue suficiente para mantenerlos con vida en la guerra, pero se ha visto marcado por una falta de apoyo de alta gama que realmente le permita a Ucrania proteger su soberanía estatal.
Esto convirtió a Washington en el principal inversor de una guerra proxy que no ha causado más que destrucción, inestabilidad política y un creciente descontento interno ante el apoyo a Ucrania. Lo último llevó a que la Casa Blanca, bajo Trump, adoptara una posición hostil hacia sus aliados europeos y sumisa a los intereses del Kremlin, que probablemente terminen cumpliéndose con mayor rigor que si se hubiesen aceptado las demandas iniciales (las cuales incluyen retirada de tropas americanas de Europa, eliminación de sanciones económicas hacia la Federación Rusa e influencia de Moscú sobre Kiev), mientras que aún se violenta completamente la soberanía territorial ucraniana, y se brinda a Rusia legitimidad territorial sobre los territorios anexados, en acuerdos tomados sin la participación ni de Ucrania ni de Europa.
La última catástrofe diplomática que protagonizó el gobierno de Biden estallaría el 7 de octubre de 2023, cuando Hamas lanzó el ataque de mayor volumen hacia Israel en su historia. Este ataque fue utilizado como justificación del régimen sionista para llevar a cabo una muy añorada política expansionista en Medio Oriente, cometiendo la mayor cantidad de crímenes de guerra en una sola movilización militar desde la Segunda Guerra Mundial, completamente patrocinado por la Casa Blanca. Estados Unidos ha mantenido una postura de apoyo incondicional hacia el régimen de Netanyahu, vetando proyectos de alto al fuego propuestos por el Consejo de Seguridad como si fueran moscas que hay que espantar en la mesa del desayuno, lo que demuestra un interés casi nulo en la estabilidad regional y en lograr un alto al fuego.
Sin embargo, no es hasta que se analiza la posición internacional estadounidense durante el gobierno de Biden que se observa la verdadera ineptitud en cuanto a relaciones internacionales. La posición internacional de Biden fue totalmente obsoleta y anticuada, centrada en el Medio Oriente y Europa, una estrategia que parece más en línea con aquella de un gobierno como el de Bush o Clinton, y no de la del vicepresidente que fue parte clave del “Pivot to Asia” impulsado por Obama para contrarrestar la expansión de la esfera de influencia de China en la política global.
Este completo abandono hacia la creciente posición política de Beijing le ha permitido al gigante asiático expandir su influencia, no solo en Asia y en África, sino también en Latinoamérica, situación que se ha vuelto más presente en los últimos días al hablar del Canal de Panamá. Lo anterior se vuelve una amenaza existencial para EE. UU., quien, bajo el gobierno de Trump, no puede permitirse que su mayor amenaza geopolítica le robe su “patio trasero".
La inoperancia estadounidense durante los últimos cuatro años, su deseo obsoleto de ser el “policía del mundo” y el abandono hacia la protección de influencia en zonas clave, no solo ha significado un retroceso para los estados dependientes, fragilizados por la inoperancia de la Casa Blanca, sino que se vuelve una situación perfecta para el surgimiento de líderes con políticas internacionales radicales, expansionistas, y que no les importe la protección de la soberanía estatal de sus aliados, ni la legitimidad de sus acciones, con tal de asegurar sus intereses y con ello recuperar “la grandeza nacional americana”.
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