Alguna vez, todos los jóvenes interesados en la política nos hemos detenido a preguntarnos por qué las personas se involucran tan poco en los asuntos que nos afectan día a día. Esa indiferencia, en muchos casos, no es más que el reflejo de una frustración latente que se ha ido apoderando de la sociedad, como un eco que resuena con fuerza en cada rincón de nuestro país. ¿Qué ocurrió con la participación ciudadana? Aquella que nos enseñaban en clases de Cívica desde la escuela. La respuesta tal vez no sea sencilla, pero sin duda se encuentra en un desencanto colectivo, de una generación que busca ser escuchada, pero siente que sus voces se pierden en el vacío.
A menudo, en medio de la rutina diaria, reflexiono (de más) sobre lo que realmente deseamos como sociedad. Lo que buscamos, por encima de todo, es vivir en paz. La paz de un entorno que no nos moleste, que no nos consuma, que nos permita vivir con dignidad. Y es aquí donde entra en juego el Estado. Porque ese Estado, que debería ser nuestra guía y apoyo, es también una de las principales fuentes de nuestra inquietud. No solo se trata de gobernar, se trata de garantizar la existencia de un sistema que promueva la verdadera tranquilidad.
Para lograr esta paz, necesitamos un Estado que funcione, un Estado eficiente, que se encargue de satisfacer nuestras necesidades fundamentales. No podemos seguir esperando que el sistema de salud público se convierta en un proceso de espera interminable. Necesitamos una CCSS renovada, robusta, que brinde acceso a atención médica de calidad sin demoras ni barreras. Costa Rica, un país que ha sido pionero en muchas áreas, aún tiene mucho que avanzar en este terreno. Y es responsabilidad del Estado asumir la deuda histórica que tiene con esta entidad, permitiendo que los ajustes necesarios se implementen eficazmente.
Lo mismo ocurre con nuestro sistema de transporte público. ¿Cuántas horas perdemos cada día atrapados en el tráfico? Ese tiempo que se esfuma es tiempo de vida perdido, y es una realidad que impacta a miles de costarricenses. Necesitamos una infraestructura que responda a las necesidades de toda población, que nos permita desplazarnos sin el constante estrés de un tráfico interminable, y que transforme nuestra experiencia diaria de vida.
Pero si hay algo que nos define como país, es la cultura. ¿Qué sería de nosotros sin esa identidad que nos une, que nos da sentido de pertenencia? Imaginemos, entonces, un país donde la cultura no sea solo un evento ocasional, sino una constante. Un lugar donde cada día haya una expresión artística, donde los jóvenes puedan mostrar su talento, donde el arte sea el vehículo para la integración social. Necesitamos un país que valore y potencie su riqueza cultural como un motor de cambio y sinergia entre las personas.
Y, por supuesto, no podemos dejar de lado la educación superior. Las universidades públicas han sido siempre el alma de la investigación científica, la formación profesional y el desarrollo del pensamiento crítico. Son ellas las que han forjado generaciones de jóvenes, preparándolos para los retos del futuro. Debemos defenderlas con firmeza, con pasión, con un compromiso inquebrantable, porque son las que nos permiten avanzar como sociedad y como país.
Al final del día, lo único que deseamos es vivir tranquilamente en el país que merecemos. Un país que nos brinde las herramientas para prosperar, que valore nuestro tiempo, nuestra salud, nuestra cultura y nuestra educación. Un país donde podamos soñar y construir juntos un futuro más justo, más digno, más humano. Ese es el país que todos merecemos y por el que debemos seguir luchando.
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