Vivimos tiempos en los que la política se ha convertido en una guerra de discursos cargados de odio y división. Me pregunto: ¿cómo llegamos a esta realidad? ¿Cómo permitimos que los candidatos ganen elecciones no por su integridad ni por su capacidad de unirnos y construir un futuro mejor, sino por su habilidad para encender resentimientos y avivar las llamas de la discordia?
Una y otra vez, nos encontramos frente a discursos que fragmentan familias, amistades y comunidades. Candidatos que apelan a nuestros peores impulsos, que manipulan nuestros temores y alimentan la ira en nuestros corazones, obtienen nuestros votos no porque ofrezcan un camino sólido hacia el progreso, sino porque nos hacen creer que el problema siempre es "el otro". Nos convencen de que atacando a los demás, deshumanizando a quienes piensan diferente, encontraremos alguna forma de redención. Pero, ¿es realmente eso lo que necesitamos?
Votar con odio no es votar por soluciones, es votar por venganzas personales y colectivas. Nos dejamos arrastrar por palabras inflamadas, por promesas llenas de veneno, sin detenernos a reflexionar sobre el futuro que queremos construir. Elegimos a quienes nos hablan desde la rabia porque nos sentimos identificados, porque nos duele el país, porque estamos agotados de tantas promesas rotas. Pero, ¿realmente queremos entregar el destino de nuestra nación a quienes basan su poder en dividirnos?
Estamos perdiendo de vista lo que debería ser el eje de cualquier proyecto de gobierno: mejorar la educación, la salud, el transporte, el empleo, la seguridad y las oportunidades para todos. Esas son las verdaderas urgencias. Sin embargo, dejamos que estos temas queden sepultados bajo montañas de insultos y agresiones. Nos convencen de que ciertos grupos o personas son el problema, como si eliminarlos o silenciarlos fuese la solución. Nos están enseñando a odiar en lugar de enseñarnos a construir, y estamos pagando un precio altísimo.
Seamos honestos: el odio es un veneno que nos consume, que corrompe nuestra capacidad de reconocernos como seres humanos, que destruye lo que nos une. Cada voto que entregamos a un candidato que se alimenta del odio es un paso más hacia una sociedad fracturada, dominada por la sospecha, el rencor y la violencia. ¿A dónde nos llevará ese camino? ¿Qué legado dejaremos a las futuras generaciones?
Hoy hago un llamado a la conciencia de cada uno de nosotros. No caigamos en el juego de quienes solo saben dividir y señalar. Exijamos líderes que hablen de construir, de sanar, de unirnos. Reclamemos una política que coloque a las personas y sus necesidades por encima de cualquier interés personal o ansia de poder. Dejemos de votar con el corazón lleno de odio y busquemos, en cambio, proyectos que propongan un cambio real y positivo.
No podemos seguir siendo cómplices de esta espiral de odio. Si realmente queremos un país mejor, debemos rechazar a quienes intentan vendernos la mentira de que el odio es la solución. ¡Exijamos dignidad, exijamos unidad, exijamos respeto! No perdamos la esperanza en un futuro diferente, pero entendamos que depende de nosotros dar el primer paso para alcanzarlo.
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