Hace 18 años hice mi primer viaje a la playa con amigos. Era adolescente y la experiencia de salir por mi cuenta de vacaciones a “Santa Tere” a pasar año nuevo era más que el simple hecho de experimentar una nueva libertad; era LA primera vez y, esas, todos sabemos, nunca se olvidan. El 31 fuimos a la discoteca La Lora y en medio de la noche un tipo que no conocía de nada me tocó una nalga. Reaccioné como una fiera, le dije de todo delante de todos y me fui furiosa con mis amigos. Pero en un momento sin que yo me diera cuenta, el tipo en cuestión, quien había examinado bien a mi grupo, escogió a Luis, el de anteojos, para pegarle un puñetazo en la cara –supongo que había demasiada gente como para pegármelo a mí– en represalia por mi atrevimiento. La escena no pudo ser más cliché y el origen no pudo ser algo más mediocre y con menos luces que un macho con el ego herido. 

Nos fuimos de ahí, súper malrideados –Luis, con la cara como un tamal y yo con la dignidad más machacada que la platina– para nunca más volver a ese lugar ni a pensar en este día. Hasta que hace un año conocí al Movimiento Feminista de Santa Teresa (MFST), a Unidas Talamanca y a todos los grupos feministas de este país que, en sus redes sociales, denunciaban, compartían testimonios y hasta nombres y caras de agresores y todo era tan familiar, tan nuestro, tan tico y a la vez tan terrorífico, que decidí hacer un reportaje sobre ello. 

En las épocas en las que yo salía de fiesta, las mujeres procurábamos ir en grupos grandes a bailar a este tipo de lugares y, de ser posible, escoger a cualquier figura masculina de nuestro círculo para que fuera nuestro “novio” y que nos dejaran en paz. Recuerdo muchas veces tras ser acosadas por tipos que aparecían súbitamente  “bailando por detrás” –por no decirlo más vulgar– sin que una quisiera (obvio) y al ver aparecer al “novio”, los acosadores le pedían con mucha vergüenza disculpas a él, jamás a nosotras. Es decir, para que las mujeres pudiéramos ser libres en una noche de fiesta, o en la playa, o en donde fuera, teníamos que ser de alguien. Nosotras las ticas ya sabíamos cómo era la dinámica y teníamos nuestros mecanismos de cuido bien desarrollados, pero las extranjeras no. Porque aquí todo es “pura vida”, hasta que se dice un “no” que desaparece entre las olas del mar.

Comprendan ustedes: eso que yo viví en La Lora hace casi veinte años era “normal”, totalmente esperable. Lo raro era que no ocurriera y, pese a lo desagradable que era, no se le daba importancia. No se le llamaba acoso, ni agresión, en muchos casos tampoco violación, ni sumisión química. Era violento, sí, pero, no sé... faltaban las palabras. Faltaba la unidad de muchas para poder denunciar, faltaban los testimonios que despiertan a más testimonios, faltaba el apoyo de la sociedad, faltaba dejar de sentir culpa y vergüenza. Había que vivir con ello, cargar cada una su propia cruz, en silencio, sin mucho drama y con una sonrisa, para no incomodar a la sociedad y no tentar al agresor, que no solo está en una discoteca, sino que también vive en el pueblo, o  es un compañero de trabajo o peor, es parte de la propia familia. Pero los vientos de los viejos mandatos del recato siempre vuelven con su susurro añejo: “ssshhhhhhh, eso no se habla, eso no se dice”. 

Sería faltar a la verdad decir que nada ha cambiado. Hemos cambiado nosotras. Hemos cambiado al nombrar las cosas por su nombre, al decirlo a nuestras amigas, al hablar del tema, al denunciar ante las autoridades o en nuestros círculos de apoyo o redes sociales, al teorizar en la academia y llevarlo al plano jurídico. Pero también al hacer podcasts, revistas y medios feministas y sobre todo, al contar nuestra experiencia para que otras puedan hacerlo también. Los movimientos feministas de este país trabajan constantemente para crear entornos seguros, educar y prevenir la violencia, atendiendo víctimas a diario sin más recursos que ellas mismas. Muchas se encuentran bajo amenazas de muerte y todas conviven en sus comunidades junto a agresores que todo el mundo conoce y son hasta “tuanis”. 

Pero la realidad, sin pelos en la lengua, es que Costa Rica es un país violento e inseguro para las mujeres. Y dejaré de decirlo cuando deje de serlo. No puede salir tan barato violar, matar, agredir y abusar mujeres. Las estadísticas son una vergüenza nacional: 38 121 y 58 821 casos de violencia de género en 2022 y 2023, respectivamente, según el Informe de Rendición de Cuentas del Ministerio Público. ¿Cómo podemos ser un país “feliz” y “pura vida” ostentando cifras como esas? ¿A cuántas mujeres les han arruinado la vida, la violencia y la desprotección estatal? 

Nos tiene que dar la misma vergüenza social como aquellos que se tapan la cara cuando llega la hora del juicio para que no los reconozcan, como los cincuenta acusados de violar a Gisèle Pélicot en Francia. Nos tiene que producir rechazo visceral tener ese compa, ese tío, ese compañero de la U o del trabajo. La violencia es una forma de inadaptabilidad social y debe ser rechazada explícitamente porque solo así se ponen en evidencia aquellos quienes arruinan nuestra convivencia. Tras la condena (lograda por el MFST y el licenciado Walter Brenes) de 24 años, contra Andrés Picado Bala, “el violador de Santa Teresa”, yo me pregunto, ahora que está en la cárcel, ¿sentirán por fin vergüenza él y todos los que le encubrieron y hasta en cierta forma le facilitaron? ¿Será por eso que las cifras de agresión de 2024 en Santa Teresa han bajado drásticamente? Algo me dice que sí, y que, quizás, una profunda vergüenza nacional que nos haga agachar la cabeza, escuchar a las víctimas y señalar a los victimarios sea justo lo que necesitamos para cambiar, de una vez por todas, con la cultura machista de este país. 

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