Los serios problemas de representación política que plagan actualmente las democracias son cosechados por los populistas, mediante dinámicas polarizadoras que atentan contra la cohesión social democrática. La cohesión social siempre es un terreno en disputa, desde el cual se apela a las percepciones y disposiciones de los ciudadanos frente al funcionamiento de las políticas y de la actividad política. En este caso, la reiterada invocación del “pueblo” busca justificar los objetivos de ir destruyendo las instituciones democráticas y la separación de poderes, y socavando el pluralismo; crucial es también el ataque en el plano del vínculo social, es decir, de la convivencia entre las personas en una determinada sociedad o comunidad, su trato mutuo en términos de reciprocidad y de reconocimiento o, por el contrario, de negación y rechazo “del otro” (Sojo, 2018). Respecto de la gravedad de los actuales desafíos políticos -que Angela Merkel glosa como “La libertad no puede darse por sentada”- destacan algunas aristas de la erosión de las democracias y las dinámicas polarizadoras, que sintetizo a continuación.

La resiliencia de las democracias y de la cohesión social democrática deben analizarse desde una perspectiva global. La magnitud de los riesgos globales ha ido in crescendo y, como advirtieron Ulrich Beck y Zygmunt Bauman, la causalidad y manejo de una serie de fenómenos escapan parcialmente al dominio de los Estados nacionales. El Estado, sus agencias y organismos, han sido expropiados de parte sustancial de su poder y capacidad de acción y de control por fuerzas supranacionales globales y extraterritoriales; es evidente la posposición reiterada de decisiones urgentes en ámbitos como el cambio climático, y la necesidad de prepararse y actuar ante los desafíos de una era epidemiológica pandémica inaugurada por el COVID-19. En ese sentido, se enfrentan déficits de poder y de capacidad coactiva ante fuerzas emancipadas del control político. Los países, las entidades territoriales y las ciudades, pueden constituirse en “vertederos de problemas y de retos generados en el plano global” y, por otra parte, las asociaciones multilaterales de países y los organismos internacionales son también objeto de numerosos asedios y exhiben graves desacuerdos internos.

La transitoriedad e inestabilidad de la existencia humana se refleja ciertamente en la vida laboral y en muchos otros ámbitos, en sociedades que fluyen veloces, y cunde la sensación de que las cosas cambian demasiado deprisa para poder captarlas plena y correctamente, incrementando la impresión de precariedad e incertidumbre de las personas; se debilitan los vínculos entre el Estado y la ciudadanía, y se origina un estado de “soledad del ciudadano global” (Bauman), debido a la erosión de lazos sociales y a la fuerte exposición a riesgos globales. Propuestas nacionalistas y chovinistas enarbolan demagógicas pretensiones de que el poder absoluto de la toma de decisiones y la gestión política se diriman en un entorno nacional. La experiencia de la primera pandemia global puede haber acentuado estas percepciones de abandono existencial, en profundidades y sentidos aún desconocidos.

También es necesario considerar como marco la actual convulsión geopolítica mundial, que Rizzi enfoca en el desafío expansionista de Putin y la abusiva respuesta de Israel al ataque de Hamás; además, habría cristalizado un cambio definitivo de paradigma del mundo post Guerra Fría, que postulaba que la democracia y el comercio avanzarían en medio de un fuerte lazo transatlántico, ya que todos estos factores están en crisis.

Los shocks migratorios han sido medulares para tejer el discurso polarizador de la ultraderecha. La “diasporización” progresiva del planeta es atribuible a múltiples factores: guerras, dictaduras, exclusión social, crisis políticas, acciones terroristas fundamentalistas, crimen organizado, intervenciones militares, hambrunas, crisis y desastres ambientales. Como distingue Bauman, su magnitud hace que las localidades y países receptores de los inmigrantes y refugiados enfrenten tensiones económicas, sociales y políticas propias de su tránsito, o bien de su acogida e integración.

Los vertiginosos cambios tecnológicos, el crecimiento de los servicios y la modificación de los procesos industriales inciden en nuevas estructuraciones sociales cuya configuración y tensiones explícitas y subterráneas aún son poco conocidas o plenamente reconocidas, para poder ser parte de las políticas públicas.

Para la cohesión social es crucial el vínculo social y del espacio microsocial en el cual él también se forja. En esos términos, la posverdad ha sido un mecanismo polarizador por excelencia: pulveriza los vínculos sociales respetuosos, desacredita instituciones propias de la convivencia democrática y estigmatiza a personas o a grupos, acudiendo a una radical negación del valor de los hechos y creando falsas realidades mediante embustes que apelan a sentimientos y emociones (Sojo).

El uso de la mentira ha adquirido una profundidad inquietante, en condiciones en que las compañías donde tienen lugar estas interacciones masivas prácticamente se han restado a regular los contenidos; se han incrementado sensiblemente las audiencias de nicho, y la variedad de burbujas de información personalizada: considerada esa gama de aspectos, se afirma que estamos ante una fractura informativa de carácter radical (Douthat, 2024). Esta posverdad hiper potenciada nos remite a un grave aspecto que fue analizado por Hannah Arendt respecto de los totalitarismos del pasado siglo: se trata de que los individuos no se interesen más por los hechos a partir de sus experiencias concretas vividas o palpables, sino que busquen o anhelen coherencias provistas por diversas narrativas conspiratorias.

Sin que ello deba conducir a la indulgencia o al simplismo respecto de los problemas que deben enfrentar las democracias, la relevancia del embuste debe acompañar los análisis acerca del avance de la ultraderecha en el mundo democrático y del avance de regímenes totalitarios. En esos términos, por ejemplo, sorprende cómo numerosos analistas en diversos países le indilgan una relevancia enorme al ideario que denominan “woke” como causa de la vitalidad de la ultraderecha: parecen olvidar, o quizá soslayar intencionalmente, cómo elementos de lo que tildan “woke” son manipulados permanentemente en las interacciones de la posverdad, en cuanto a sus características y a su presunta relevancia y jerarquía dentro de las visiones programáticas del contrincante político.

Resaltan los efectos de contagio de los discursos entre líderes populistas. Sin duda que un político como Donald Trump y personajes como el siniestro Steve Bannon tuvieron una radical influencia al inicio, y actualmente Trump está experimentando un ascenso a su zenit gubernamental. Pero el eficaz libreto trumpista se ha “nutrido” a lo largo del último decenio en el mundo, conforme aumentó el número de populistas que agudizaron la recurrencia a mecanismos polarizadores. Desde las antípodas del espectro político, en nuestra región Bukele, Bolsonaro, Rodrigo Chaves, Maduro, Milei, López Obrador y la dupla Ortega-Murillo han recurrido a diversos y heterogéneos discursos populistas polarizadores. Tampoco ello debe sorprender, incluso por la presencia en algunos casos de asesores comunes, y por las intensas interacciones públicas y privadas entre algunos de estos políticos; además, por el flujo internacional de ingentes recursos económicos, como los canalizados a agrupaciones neopentecostales, aliados medulares ya que desafían a los partidos tradicionales. En lo que va del siglo, el discurso populista en el mundo ha tenido objetivos muy diversos: afianzar liderazgos negativos; atacar, erosionar o demoler la separación de poderes y otras instituciones democráticas fundamentales; buscar perpetuarse en el poder; eludir la acción de la justicia por acciones criminales potenciales o pendientes; planificar y justificar guerras. Algunos de estos objetivos pueden entremezclarse.

Cabe destacar que a lo largo de 2024 hemos presenciado y sufrido una peligrosa, corrosiva y escalofriante radicalización extrema del discurso antidemocrático, tanto en contiendas electorales, como en el ejercicio del poder. Sobre todo cuando líderes con ese discurso radical alcanzan un importante apoyo popular, éste debe analizarse considerando también las características propias y singulares del discurso: esas características no deben diluirse ni trivializarse al considerar otras tantas variadas causalidades pertinentes de cómo cosechan apoyo. De lo contrario, las amenazas totalitarias allí manifiestas podrían no aquilatarse debidamente y subvalorarse, en este momento crucial en que hay que velar por la democracia, y agudizar la capacidad de comprensión para entender qué nos muestran y evidencian estos desafiantes signos de los tiempos.

Al concluir su enjundiosa obra sobre el totalitarismo, Hannah Arendt concluía que, si bien la crisis del siglo XX lo había hecho surgir, muy probablemente esa nueva forma de gobierno, como otras a lo largo de la historia, también había llegado para quedarse, en términos de representar “un peligro potencial, siempre presente”. E inmediatamente, resaltaba el peso de los nuevos comienzos en la historia y que, antes de transformarse en un evento histórico, cada nuevo comienzo se forja en la suprema capacidad del ser humano que se vincula con su libertad.

Este texto es una síntesis de exposición en Panel 4: Desafíos para la democracia y la cohesión social en América Latina en el siglo XXI, Seminario IPEA-CEPAL 50 Anos de Cooperação para o Desenvolvimento, Brasilia, 21 de noviembre 2024.

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