Vivimos una época de intoxicación informativa y de límites entre verdad y mentira cada vez más borrosos. Pero, sobre todo, de una tergiversación de la realidad que facilita, ante el hartazgo de enormes sectores de sociedades —laminados por la desigualdad y el empeoramiento de sus condiciones de vida— abrazar las promesas que ofrecen un cambio, aunque ellas, en el fondo, supongan un desmantelamiento de los regímenes democráticos.

A propósito de la puesta en escena alrededor de la visita de Nayib Bukele, es necesario insistir en que la política que impulsa, más allá de cualquier consideración ética o ideológica, no es un modelo de mejoramiento de la seguridad que pueda ser copiado. Si se hace, ello sólo podría responder a una profunda ignorancia o a una intencionada voluntad de desarmar aquello que, al menos para Costa Rica, ha sido una de sus principales fortalezas en el entorno latinoamericano.

Más allá de los cuestionables resultados, en términos de respeto al Estado de Derecho, hay que decir, en primer lugar, que la respuesta a las maras no es exportable casi a ningún otro país. Las pandillas son un fenómeno exclusivo del Triángulo Norte, en Costa Rica, por suerte, no las hay, básicamente porque estas son el resultado de las olas migratorias que padecieron El Salvador, Honduras y Guatemala, a finales del siglo XX. Nuestro principal problema, en términos de violencia homicida, tiene que ver con los cárteles de drogas los cuales operan en todo el país; no en perímetros tan concretos.

Las maras, en cambio, que se financian sobre todo gracias a las extorsiones, y cuyos rasgos son, además, fuertemente identitarios, se mueven en territorios muy acotados que es lo que ha facilitado las detenciones masivas —incluso de inocentes, como, en su día, lo admitió el propio vicepresidente, Félix Ulloa—.  Esas medidas serían impracticables en cualquier país de mayores dimensiones, incluido el nuestro. Por ejemplo, aunque lo intentó, Xiomara Castra no pudo replicar la estrategia del régimen de excepción, entre otras cosas, porque Honduras tiene un área bastante superior a la de El Salvador y eso limita la posibilidad de que las fuerzas del orden actúen con la misma efectividad.

El problema con Nayib Bukele —o su mayor mérito— radica en haber blanqueado su estrategia autoritaria. Lo ha conseguido gracias, en buena medida, a la legitimidad que le dan los altos niveles de apoyo popular, razonables —aunque insostenibles— en una sociedad sometida por décadas al control de grupos criminales; pero también al inestimable sanewashing prodigado fuera, desde donde, y sin atender, por supuesto, las particularidades salvadoreñas, se disimula el ataque a las instituciones ya las reglas de la democracia.

Bukele destituyó de manera irregular —porque no se siguió el procedimiento de impeachment previsto en la carta política— a las magistraturas de Sala de lo Constitucional y al fiscal general; unos meses más tarde, los primeros habilitaron una reelección expresamente prohibida en la carta política. Ha llamado estúpidos a periodistas que cuestionan el incremento de su patrimonio e impulsó una reforma legal que facilita el despido de jueces y juezas, por tanto, debilita gravemente la independencia judicial.

Por último, no es cierto que en El Salvador no haya homicidios, lo que sucede es que, como pasaría en cualquier tiranía, el gobierno controla las cifras oficiales y no se ofrecen datos, por ejemplo, sobre muertes por ajustes de cuentas, femicidios o aquellas ocurridas en establecimientos públicos, como lo ha denunciado la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. La manipulación capitaliza la desesperanza de la gente y eso está pasando en El Salvador y hay que decirlo.

Bukele sigue la ruta de otros autócratas como Ortega o Maduro. Como aquellos, ha decidido cooptar las instituciones de control y hacernos creer que la seguridad se alcanza a costa de la democracia. Quizás, lo más inquietante y lo que más debería emplazarnos es por qué a nuestro Poder Ejecutivo le ha interesado tanto, con una parafernalia estridente y hasta ridícula, convencernos que algo así merece reconocimiento o, peor aún, que pueda ser digno de ser imitado en Costa Rica. El modelo Bukele puede parecer una solución, pero en realidad es una trampa: la democracia no se fortalece subastando sus principios.

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