El hombre que se enmontaña, según Constantino Láscaris, es taciturno. Y los ticos, ante todo, somos un pueblo enmontañado. Láscaris dijo, además, que nosotros nos parecemos mucho a los gallegos. Hablaba de garúas insistentes, de montañas, de barrancos y de la morriña: ese estado existencial tan próximo a la cabanga, que designa una suerte melancolía congénita.
Los esposos Biesanz, allá por los años cuarenta, escribieron un libro sobre la vida en Costa Rica donde refieren una serie de rasgos propios de nuestra identidad. Decían que cuando llueve, la gente en Costa Rica es particularmente propensa a la melancolía. Y si convenimos que en nuestro país únicamente existen dos estaciones, rainy y rainier, entonces no sería del todo insensato concluir que, pese al índice de felicidad y las sequías, fuimos, somos y seremos un país predominantemente melancólico.
Una generalización tan abusiva, con todo, corre sus riesgos. Categorías como melancolía se encuentran implicadas en el tejido histórico y, por tanto, cambian a lo largo del tiempo y el espacio. Es decir, no es lo mismo hablar de la melancolía en el sentido que lo entendían los antiguos que hablar de la melancolía desde las desordenadas cumbres y cilampas de nuestros abuelos.
El doctor Marco Boza mencionó en el más reciente episodio de La Telaraña que los griegos, quienes consideraban la melancolía el resultado de un desequilibrio de humores, reconocieron que “no solo el cuerpo humano cambia, sino que cambia en relación con el ambiente”. Esto ilustra una idea según la que el ambiente influye directamente en el estado emocional de los individuos e inaugura una suerte de perspectiva de la salud pública.
En la Edad Media los accesos melancólicos se asociaron con elementos religiosos y astrológicos. Se hablaba, por un lado, de demonios que inoculaban la abulia y, por el otro, del oscuro magnetismo de Saturno. En el siglo XIX, como apuntó Sofía Soto Maffioli en ese mismo episodio de La Telaraña, la melancolía pasó a ser vista como una expresión del ideal romántico y se vinculó a la noción del genio.
Jurgen Ureña, conductor de La Telaraña, recordó al escritor francés Víctor Hugo, quien aludió a la melancolía como el placer de estar triste. Un placer, a lo mejor, semejante al de Matarrita, el personaje de un cuento de Carlos Salazar Herrera, que lleno de cabanga suelta todo y se larga a la montaña. Súbitamente, en medio de la soledad de los bejucos y la neblina, Matarrita lanza un grito para comprobar que sigue vivo. Y se siente pleno. Y se siente, de alguna manera, tranquilo. Casi como los colonos que huyeron de la Corona y la Iglesia y fundaron este país de cilampas, morriñas y melancolías.
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