La celebración de la independencia en Costa Rica está marcada por símbolos y rituales profundamente arraigados en la conciencia colectiva del país. El desfile del 15 de septiembre se ha convertido en una tradición que refuerza una visión homogénea de la identidad nacional, con elementos como las faldas largas, los chonetes, las banderas, y las bandas de música. Sin embargo, un acontecimiento reciente, la Muestra Cultural Brunca y el Juego de los Diablitos de la comunidad de Rey Curré, nos invita a reflexionar sobre cómo las celebraciones de la independencia pueden y deben ser un espacio para reconocer la verdadera diversidad que conforma el ser costarricense.
El festival de cultura brunca realizado entre el 11 y el 13 de setiembre pasado nos confronta con una realidad incómoda: la cultura costarricense se ha segmentado y patrimonializado de tal manera que ha terminado por excluir a las culturas indígenas de la narrativa nacional; pero también a las culturas afro, chinas y otras de gran importancia. Según Pierre Bourdieu, la cultura no es simplemente un conjunto de prácticas y tradiciones; es también un campo de poder donde se construyen y se legitiman ciertas formas de ser y pensar. En el contexto costarricense, este proceso de legitimación ha privilegiado una visión hegemónica de la identidad nacional, donde las celebraciones del 15 de septiembre se convierten en un acto ritual que reafirma un imaginario homogéneo de lo costarricense, excluyendo a las culturas que no encajan en ese molde.
El Juego de los Diablitos, un ritual profundamente significativo para la cultura brunca, es un acto de resistencia y autoafirmación que contrasta fuertemente con las celebraciones cívicas del 15 de septiembre. Mientras estas últimas refuerzan una visión estática y homogénea de la nación, el Juego de los Diablitos representa la lucha constante de las comunidades indígenas por mantener su identidad frente a las amenazas de la modernidad y la homogenización cultural. En este sentido, el Juego de los Diablitos no solo es un recordatorio de la resistencia indígena frente a la colonización, sino que también es un acto político que desafía la narrativa dominante de lo que significa ser costarricense.
Debo reconocer con cierta vergüenza, a título personal, que ni siquiera como organizador de la Muestra Cultural Brunca, pensé en este evento en el marco de la independencia. Esta reflexión apunta a lo que Bourdieu denomina "violencia simbólica": un proceso a través del cual las estructuras sociales y culturales se naturalizan y legitiman, de modo que las formas de dominación y exclusión se vuelven invisibles. En este caso, la idea de que la cultura costarricense está representada por una serie de símbolos y rituales específicos, como las celebraciones del 15 de septiembre, se ha convertido en una verdad incuestionable. Esto lleva a que otras formas de ser y celebrar sean vistas como "otras", exóticas o ajenas a la identidad nacional.
La crítica se profundiza al señalar cómo el sistema educativo refuerza esta visión limitada de la cultura costarricense. Las escuelas visten a los niños con “trajes típicos” que representan una versión idealizada de la vida campesina, ignorando las múltiples realidades culturales que coexisten en el país. Aquí resuena la sombra de Bourdieu, quien argumentaba que la educación es un mecanismo de reproducción de las estructuras de poder y de la cultura dominante. Al imponer una narrativa única de lo que significa ser costarricense, el sistema educativo contribuye a la perpetuación de una visión homogénea de la nación que margina a las culturas indígenas y otras identidades.
Creo profundamente en que debemos celebrar las diferencias, la celebración del ser costarricense no debe representarse como una copia idealizada de la “cultura guanacasteca”, sino como un crisol de diversidad en un mismo espacio, donde la diversidad construye una fuerza en sí misma. Esta visión se alinea con la idea de Manuel Quijano, quien argumentaba que las jóvenes naciones latinoamericanas no pueden aspirar a una verdadera democracia si persiste la separación entre indígenas, negros, mestizos y blancos. En el contexto costarricense, esta racialización de la identidad sigue siendo evidente en la forma en que se celebran las fiestas patrias y en cómo se conceptualiza la cultura nacional.
El acto de realizar el Juego de los Diablitos durante la semana de la independencia es, por tanto, un llamado a repensar lo que significa ser costarricense. Este ritual no solo representa la resistencia indígena frente a la colonización, sino que también nos desafía a reconsiderar nuestra comprensión de la identidad nacional. La fuerza expresiva de los jóvenes de Curré, que llevaron a cabo este ritual en un contexto que históricamente los ha excluido, nos invita a todos a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de nuestra identidad colectiva.
Celebrar la patria debe ir más allá de bailar tambito en los actos cívicos. Debe ser un reconocimiento genuino de la diversidad que conforma el país, un crisol de diferencias que, lejos de dividirnos, nos enriquece y fortalece. La fuerza y el orgullo de los jóvenes de Rey Curré me ha enseñado mucho, me conmueve el alma y me ha transformado significativamente, hoy más que nunca el Juego de los Diablitos como fuerza expresiva frente a los actos cívicos el 15 de setiembre es un baño de realidad que debe movernos a la reflexión y al cambio.
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