Al principio, según el Génesis, todo estaba desordenado, vacío y oscuro. Y soplaba un viento impetuoso. Y las tinieblas poblaban los abismos. Y el espíritu de Dios vagaba por encima de las aguas.
Algo más o menos parecido sucedía al principio con nuestra incipiente idea de nación: de la Anexión de Nicoya a la Segunda República, la integración efectiva de nuestra espacialidad dependía del mar y los ríos. O sea, más allá del “Valle Central”, el espíritu de la nación vagaba, también, por encima de las aguas. Las otras alternativas, aquello que se conocía añosamente como el camino del arreo o el de mulas, no pasaban de ser un chilate, un barreal ominoso, donde bueyes, carretas y hombres reparaban permanentemente la noción del pecado original con penitencias y rigores.
Puntarenas, por ejemplo, era un punto desde el cual se trazaban rutas precoces que iban hasta Coto o Golfo Dulce, que bordeaban la península hasta Puerto Soley y que remontaban los ríos tras singlar entre las islas. Eran comunes escenas de playas acosadas por cabotajes, muelles, embarcaciones profusas y maestras, como la protagonista de Manglar, novela de Joaquín Gutiérrez, que caían insanamente en los atracaderos de los ríos. Paul Bowles, incluso, lo acredita en sus memorias: navegó por el golfo y el Tempisque (donde vio lagartos y lianas) y llegó a Puerto Carrillo y luego se internó en los pegaderos donde el invierno guanacasteco se obceca y se demora. Y ni hablemos de más atrás, cuando los conquistadores, los colonos y los viajeros del siglo XIX llegaban a Costa Rica, esta se les antojaba, inicialmente, una línea costera, una lengua de tierra y, en el mejor de los casos, un puerto.
O sea, éramos, primero, un mar, una costa y, mucho después, una sucesión de lomas y barrancos. Pero sucede que la Carretera Interamericana, entre otras cosas, alejó al costarricense del mar. Lo terminó de confinar en la fila cordillerana. En los robledales nubosos. En las curvas agudas. En los guindos. En las quebradas que crecen repentinamente. En los taludes que se desmoronan ante la garúa más ridícula. Y tuvo lugar otro enmontañamiento. Y el mar, así, dejó de ser vínculo.
No recuerdo cuando fue la primera vez que vi el mar como no recuerdo cuando fue la primera vez que vi el color amarillo. Mi mamá me cuenta que me llevaron a la playa poco antes de cumplir un año. Se trataba, desde luego, del tradicional ritual clasemediero del ombligo lanzado al mar como promesa de un dudoso cosmopolitismo.
Recuerdo, eso sí, cuando conocí a alguien que nunca había visto el mar. Era un mae de Administración, ligeramente mayor que yo. Ocurrió a inicios de siglo.
Había, por entonces, un profe de Generales que administraba los recursos de la U con pródiga y reprochable desconsideración. Una vez al mes, sobre todo los miércoles, llegaba temprano al pretil y empezaba a reclutar gente para ir a "una gira muy interesante". Aquellas giras, regularmente, tenían como destino la propiedad de alguno de sus parientes o amigos y, curiosamente, al regreso, siempre pasábamos por San Ramón, por la residencia del dichoso profe.
No sé por qué en esa ocasión me senté a la par del mae de Administración y no a la par de Gian Giacomo, uno de mis mejores amigos que también solía sucumbir a la tentación de “las giras”. Íbamos para La Tigra y, de pronto, más o menos a la altura de Naranjo, alguien señaló hacia la izquierda y dijo “Uy, miren, de acá se ve el mar”. Y el mae de Administración, entonces, me contó que él nunca había ido a la playa.
En el más reciente episodio de La Telaraña, Óscar Brenes (neurofisiólogo), Walter Campos (escritor y comunicador) y Jurgen Ureña (cineasta y conductor) conversaron acerca de las primeras veces y acerca de su poderoso simbolismo. Walter, quien se considera un cazador de primeras veces, insistió en el extraordinario potencial didáctico de tales experiencias. Y Óscar, por su parte, se refirió a los procesos neurológicos capaces de provocar que un evento determinado pueda fijarse en la memoria y establezca conexiones emocionales.
Pienso en el mae de Administración sentado en la buseta de la U mientras ve el mar desde lejos. Pienso en sus dispositivos cerebrales y espirituales echando a andar cuando una franja azulada y misteriosa sustituye el fragmentado contorno de cerros al que siempre estuvo habituado. Y pienso que, a lo mejor, ese mae de Administración es como Costa Rica.
Jurgen Ureña destacó que las primeras veces, además, nos transforman, nos cambian. Quizás, cuando el espíritu de la nación vuelva a vagar por la superficie de las aguas, por primera vez percibirá que hicimos de nuestros mares un gigantesco vertedero de desechos. Y quizás nos transformemos.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.