En uno de los relatos de viajes de Karl Hoffman en Costa Rica aparece una referencia curiosa sobre la primera vez que el médico y naturalista alemán escuchó el aullido de un congo. Cabe recordar que los monos salvajes estaban prácticamente extintos en Europa para los tiempos de Hoffman. Y es casi seguro concluir que ni él ni buena parte de sus antepasados siquiera habían visto uno.

¡Mucho menos escucharlo!

Así, no es de extrañar que tal experiencia le resultara sorprendente y que un hombre de la vasta erudición de Hoffman llegara a confundir el aullido de un congo con el rugido de un puma.

Ciertamente, la aparición de los animales en el planeta introdujo una suerte de paisajística sonora. Antes de los animales, en la Tierra prevalecía la discreción mineral, la afonía bioquímica. Y salvo por los arrebatos de furia telúrica y climática, nada en el mundo se manifestaba sonoramente: todo era silencio. Se sabe que el flagelo de una bacteria o el aleteo de un pez puede provocar sonido.  Se sabe que las hojas de un matorral amplifican el viento y que las plantas en general emiten sonidos inaudibles para el oído humano. Pero ninguno de ellos emite sonidos para comunicarse en el sentido más riguroso.

Ahora, si obviamos el ámbito de las aves, los anfibios y los insectos, al menos en nuestro país, existen pocos animales salvajes que se manifiestan sonoramente de manera contundente e intencional. Están, como ya se dijo, los congos y otros primates. Y están los delfines y las ballenas.  Alguien podría decir que ciertos félidos, como los humanos, “hablan” durante la cópula.  Alguien podría decir que los venados cola blanca ya de por sí, suelen lanzar sus habituales berreos.  Sin embargo, casi ningún otro animal aparece contundentemente en el paisaje sonoro.

¡Ninguno excepto los coyotes!

En La Telaraña del lunes pasado, Jurgen Ureña conversó con el sociólogo Luis Barboza y la ilustradora Ruth Angulo acerca de coyotes. Hablaron, cómo no, de la canción de Max Goldenberg sobre un coyote que, tras comer una luciérnaga, empezó a emitir aullidos de luz. Hablaron, también, acerca de la posibilidad de que los animales, y los coyotes particularmente, sean considerados interlocutores en los procesos de investigación científica. Y hablaron sobre la imagen del coyote en la literatura: desde la infamia a la ingenuidad.

En su libro, El interior, Martin Caparrós habla de un hombre de Salta que defiende las galleras. Un gallo de pelea, según dice, lucha por sus ancestros.  Creo que sucede algo semejante con los aullidos de los coyotes: son la resonancia de la voz de sus ancestros y justo por eso se parecen tanto a una venganza.

Hace unos años, en medio del confinamiento por la pandemia de COVID-19, circularon muchos videos de coyotes que recorrían el centro histórico de Cartago y que se apoderaban del campus del TEC. Recuerdo un ejemplar formidable que surcaba la avenida del Comercio con su pelaje intacto y sus patas implacables. Un incauto podría decir que se trataba, como en el libro de Marx, de un rayo en un cielo sereno. Creo, pese a todo, que se trataba de un temporal feliz (o no) que vino para quedarse.

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