Si bien se encuentra en las antípodas de mi pensamiento, Mia Fink viene haciendo una labor de activismo importante, más aún considerando su corta edad, es palpable el compromiso y la pasión con la que defiende y promueve sus convicciones; lo cual es respetable. No obstante, a raíz de la reciente publicación de su artículo En defensa de la educación pública de calidad veo pertinente externar algún apunte sobre sus concepciones de privilegio y solidaridad.

La culpa hace daño

Mia nos comenta que se siente “privilegiada” por la vida lujosa que ha tenido y, que precisamente por esa razón, tiene que “agarrarse el corazón y luchar con todas sus fuerzas para erradicar esos privilegios hasta convertirlos en derechos universales para todas las personas”. Demuestra así que no sabe realmente lo que es un privilegio y, en consonancia, realiza una interpretación del mismo en clave de desigualdad. En este sentido: privilegiado sería aquel que se encuentra mejor “posición” que los otros con respecto a una cualidad “x”.

No obstante, la RAE le define como «Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia», de hecho,  la palabra «privilegio» proviene del latín «privilegium» que se desglosa en «privus», que quiere decir "de uno mismo”, “particular” o “privado", y «legalis», que significa "la ley", por eso podemos decir sin temor a equivocarnos que: «Un privilegio es un beneficio otorgado por ley a un individuo [o grupo] particular» (Dirkmaat, 2022). Osea, que los privilegios son siempre y sólo ante la ley, por ejemplo, que las mujeres tuvieran prohibido el voto (por ley) lo volvía un privilegio de los varones.

No considero que Mia tenga malas intenciones, pero la aqueja esa alienación e infelicidad moderna que «castiga a todos cuantos gozan de abundantes bienes materiales» y es «resultado de la persistencia de unos sentimientos instintivos de altruismo y solidaridad que encadenan a la mala conciencia (...)» a quienes lo “padecen”, lo que nos hace suponer que, en algunos casos «el acceso al éxito material está ligado a sentimientos de culpabilidad o de conciencia social» (Hayek, p. 116).

Pero usted esté tranquila Mia, que papá y mamá tuvieran las posibilidades de darle una vida “lujosa” no la vuelve una privilegiada; no se flagele por eso, todas esas posibilidades y oportunidades que nos comenta haber tenido no son un privilegio sino una bendición. Coordialmente la invito a despojarse de esa “culpa burguesa”, la vida no es un juego de suma cero; que usted “tuviera” no ha privado a nadie de nada. No debe sentirse mal por vivir bien; eso no es vida.

Si no es voluntaria no es virtud; sino violencia

Señala que la “educación no es un negocio” pero que yo sepa no hay nada gratis y nadie trabaja de a gratis. Además se toma el atrevimiento de acusar a «quien vende la educación» de vender a su familia, sus seres queridos, sus amistades, a toda una nación, e incluso a la patria. Empero, precisamente de vender educación es de lo que los profesores se ganan la vida; y ¡está bien que lo hagan! También, seamos honestos, llamarle “educación pública de calidad” no la hace menos negocio, solo un negocio estatal; con toda la ineficiencia, precariedad y miseria que ha caracterizado siempre a la gestión pública.

La solidaridad, como virtud, ha de ser examinada como tal. La virtud se ejerce, precisa del análisis tanto de fines como de medios, por esto MacIntyre señala que: «El resultado inmediato del ejercicio de la virtud es una elección cuya consecuencia es la acción buena» (p. 188). La acción buena puede ser, por ejemplo, la educación del otro, pero hagamos hincapié en la “elección”, ¿por qué importa tanto elección? bueno, porque solo las acciones libres tienen virtud moral, no hay tal cosa como hacer el bien por las malas. La libertad de elegir, y elegir la solidaridad, es lo que vuelve una acción virtuosa.

Tal requisito no se cumple por la educación estatal, cuya financiación es de carácter obligatorio, es decir, coactivo. Así que, dada la naturaleza del medio, sea el fin tan positivo como pudiera ser, el sistema no es solidario. Además, la educación estatal no es caridad sino la contraprestación de un servicio, lo cual la hace aún menos solidaria. Al contribuyente no se le presenta simplemente como “darle una buena educación al prójimo”, sino que se le promete un servicio (educativo) a cambio de su dinero, lo que introduce el interés o beneficio propio que, como es obvio, anula cualquier pretensión de solidaridad.

Por tanto, si se quiere apelar a la solidaridad hay que empezar porque la contribución sea voluntaria, de lo contrario, el sistema es, por definición, intrínsecamente insolidario y esteril a nivel moral. Por lo demás, veo bien que quienes lo consideren pertinente “defiendan la u pública”, pero que la defiendan como lo que es, la articulación de la coacción institucional para obligar al contribuyente a pagar y, luego, disponer ese dinero para financiar un bien, a todas luces, económico; la educación.

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