Los populistas ganan terreno, porque las élites políticas tradicionales no resuelven los problemas de la sociedad. Ejemplo de lo anterior, es Nayib Bukele en la República de El Salvador donde, tras décadas de gobiernos de partidos tradicionales incapaces de garantizar seguridad, logró ejecutar medidas para abatir a las maras y al crimen organizado que existe alrededor de ellas; medidas que, ciertamente, son cuestionables y abiertamente violatorias de Derechos Humanos (DDHH), nacidas en un contexto salvadoreño donde la democracia y la institucionalidad han decaído precisamente por acciones oficiales, pero que a la mayoría de la población realmente no le importa, pues lo toma como una suerte de costo-beneficio. Viéndolo desde ese prisma de desesperación: ¿qué importa la “democracia”, si ella no me mantiene vivo?

Vale advertir que este no es un artículo para legitimar al populismo y su actuar, nada más lejos de ello, sino que es una forma de visibilizar que, dentro de los mecanismos democráticos y mediante la institucionalidad, sí se puede dar solución a las necesidades y problemáticas de la población, pero que, ante la deficiente oferta política —en contenido, no en cantidad— son los populistas quienes se aventajan en la carrera de acceso al poder.

La idea de realizar esta columna me surgió ante dos temas que han venido aquejando a la realidad costarricense: la violencia contra las mujeres y el bullying; esto, conjugado con la inoperancia del Estado y sus tres Poderes, gestionado por décadas por los partidos tradicionales costarricenses (y el outsider actual), para abordarlos, gestionarlos, disminuir su incidencia y realizar el cambio cultural para que dichas problemáticas disminuyan al menor nivel posible.

A dos años de las elecciones presidenciales y a sólo meses de que estallen las luchas internas de los partidos políticos, es muy probable que nos toparemos, nuevamente, con una oferta electoral compuesta de varios populistas, bastantes candidaturas de partidos tradicionales —estériles, ayunos de contenido y con poca credibilidad—, y, a lo mejor, con una que otra candidatura buena, pero con poca simpatía con la ciudadanía, baja posibilidad de ganar y, probablemente, poder económico y político en su contra.

Esto, evidencia, nuevamente, la tendencia nacional, pero que otros países también sufren, de tener una oferta electoral decepcionante, populistas que amenazan con la democracia e institucionalidad costarricense (riesgo muy peligroso) pero con alta afinidad con la mayoría de la población y sus problemáticas, gran polarización y políticos y partidos tradicionales que se concentran en sus intereses en lugar de sus fines primarios: mejorar la calidad de vida de la población y fungir como guardianes de la democracia y la institucionalidad.

En este escenario, es muy probable que surjan debates para abordar las dos problemáticas que mencioné párrafos atrás y que hoy están matando y lastimando a poblaciones históricamente vulnerabilizadas y de gran importancia para la sociedad: las mujeres, la niñez y las personas jóvenes. Aquí, es donde surgen grandes interrogantes: ¿cómo abordarán estas problemáticas las candidaturas? ¿qué propondrán para solucionarlas? ¿serán medidas eficientes y eficaces? ¿será medidas pasajeras o realmente estructurales? ¿serán acciones apegas al sistema democrático, a la institucionalidad y a los DDHH?

Ante esto, la ciudadanía se enfrenta a un gran reto propio: emitir el voto con base en propuestas y análisis concienzudo de las candidaturas, o dejarse llevar por los discurso y campañas mediáticas de los populistas. Probablemente, esto también dependerá de la forma en la que le comuniquen las ofertas electorales, la información que se le ponga a disposición y el nivel de educación cívica y escepticismo electoral que posea cada votante.

No obstante, lo cierto del caso, es que el populismo nunca será la solución a los males nacionales, pues no hay forma de resolver ninguno de ellos a costa de socavar la democracia, la institucionalidad y los DDHH: esto es una severa contradicción, porque los populistas modernos suelen llamarse demócratas y llegar por medios democráticos para destruir este sistema político. Por esto, las demás fuerzas políticas, aparte de los retos para superar sus falencias estructurales, tienen que analizar cuáles son las problemáticas de las personas habitantes y plantear propuestas que, de una vez por todas, den solución a aquellas. Y para esto, no hay que ser tibio, sino decidido.

Por ejemplo, en materia de violencia contra las mujeres, es perfectamente realizable, conforme a la Constitución Política y a los Tratados Internacionales de DDHH, el legislar para crear un sistema penal más efectivo, de modo tal que, ante la mínima agresión contra una mujer, se tomen medidas realmente eficaces para su protección y evitar que el caso se agrave.

Tanto las personas políticas como las juzgadoras, deben entender que las leyes y las resoluciones judiciales no son respetadas ni impiden un feminicidio, pero otro tipo de medidas de protección ordenadas mediante ellas, sí.

O bien, ya es momento de que se plantee una reforma integral a la legislación penal juvenil (junto a otras leyes conexas) donde no sólo se aborde cómo el crimen organizado está utilizando a las personas menores de edad para realizar sus fechorías, sino que también se contemplen algunas acciones para atender, con la importancia necesaria, al fenómeno del bullying.

Todo esto se puede realizar mediante las vías institucionales que establece el sistema costarricense, que se asienta en un Estado Social y Democrático de Derecho, republicano y respetuoso de los DDHH. No es cierto que sólo se pueden concebir si llega al poder un destructor de estos pilares fundamentales para la vida de calidad en sociedad.

Las personas y la democracia son elementos valiosos para una sociedad; conviven bajo una relación simbiótica, conjugada con los DDHH. Por ello, bajo ninguna circunstancia debe ponerse en riesgo a ninguna de ellas, sobre todo, ante las amenazas de los populistas, que traen como consecuencia la destrucción de ambos elementos. Y esto, sólo lo deciden las personas votantes en cada elección; piense en cómo con su voto le da un disparo a la democracia o le pone un escudo para su protección, con sus consecuentes beneficios.

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