Ya en abril de 2024, en nuestro artículo titulado: Latinoamérica también paga el precio: la historia de los mercenarios latinos en Ucrania, mencionamos el alarmante fenómeno de los mercenarios latinoamericanos en el frente ucraniano. Hoy vamos a revisitar la noticia, que parece sólo haber crecido, en particular los de una nacionalidad: los colombianos.
Hablar de cifras —cuántos colombianos han engrosado las filas del ejército ucraniano como contratistas privados, y cuántos han muerto— es una tarea qué todas las fuentes juzgan de imposible. En un conflicto estas cifras son usadas como armas que pueden ser manipuladas (infladas o disminuidas) por los actores enfrentados a conveniencia, empero, todos los ejercicios periodísticos serios estiman que sólo ha crecido. La reputada periodista María Jimena Duzán, estima en al menos 2000 mercenarios colombianos activos para junio de este año (en abril se hablaba la cifra de 430). En cuanto a los muertos, la cancillería colombiana habla de 51 fenecidos en el conflicto este año, cifra utilizada también por el embajador colombiano en el Reino Unido, Roy Barreras en entrevista con El Tiempo, quien ha hecho un llamado para que cese la “trampa mortal” en la que los llamados voluntarios “caen como moscas”, “no vayan a matar ni a matarse en una guerra ajena sólo por dinero” expresó en la red X. Otra cifra diciente que ha hecho pública la cancillería, es que ha ayudado a 300 de estos exmilitares colombianos a salir de Ucrania.
Cualquier otra cifra sería especulación, no sabemos por ejemplo el número de heridos. En el ya mencionado especial de Duzán, la periodista pudo hablar con dos colombianos amputados resultado de minas quiebrapatas, pero con sólo estas anécdotas personales, es difícil hacerse una idea general de la auténtica tragedia. Los medios de comunicación, sólo han hecho eco de la situación, basados en lo que los llamados ‘voluntarios’ y sus familias reproducen en redes sociales, pero el panorama que pintan es muy oscuro.
Recientemente dos noticias han circulado en el espacio mediático colombiano. La primera es el caso de varios exmilitares muertos en Ucrania, cuyos cuerpos no han podido ser repatriados y cuyas familias no han recibido ayuda, información o compensación; las familias víctimas concuerdan que es una mala idea, que el ejército ucraniano no cuida de ellos, que de las empresas privadas que sirven como intermediarias reciben malos tratos y humillaciones, y que la información recibida previa al viaje no se corresponde con la realidad.
El otro caso es un video publicado por el Ministerio de Defensa ruso, de un mercenario colombiano capturado. En el video el capturado, quien dice ser de Cali, muestra su pasaporte colombiano y responde una serie de preguntas. De sus repuestas destaca, que se enteró por Tik Tok de la oportunidad de combatir en Ucrania, que habiendo sido policía (pero sin experiencia en combate) tuvo menos de una semana de entrenamiento antes de haber sido puesto en el frente, que le fue dicho que iba hacer labores de vigilancia y se considera engañado, que nunca recibió ningún pago, que se entregó porque no quería correr la suerte de sus compañeros colombianos, todos muertos.
Estas historias son una auténtica tragedia, pero para ponerla en su dimensión real, no podemos perder de vista el bosque por los árboles, si tenemos en cuenta la sistematicidad de estas ocurrencias. Como dijimos, no sabemos el número, pero sí podemos intuir que no son casos aislados, como a menudo parece que los tratara el gobierno colombiano: el mercenarismo está enquistado en la cultura de exmilitares y policías desde hace ya décadas.
La existencia de mercenarios puede ser tan vieja como la civilización misma, los Estados siempre han suplementado los servicios de seguridad y defensa con la iniciativa privada, pero podemos seguir el surgimiento de esta última iteración al final de la Guerra Fría, cuando esta industria se consolidó y corporativizó. En lugar de ‘soldados de fortuna’ individuales ahora tenemos Compañías Militares Privadas (PMC), algunas incluso cotizan en bolsa.
Con el nuevo milenio —y la guerra contra el terrorismo inaugurada con el 11 de septiembre— Estados Unidos empezó la cuestionable práctica de tercerización de acciones militares hasta entonces reservadas para ejércitos regulares como el combate directo. La compañía más infamemente célebre, Blackwater (rebautizada Academi en un intento de lavado de imagen) se ha visto envuelta en un sinnúmero de violaciones firmemente documentadas de derechos humanos (número inusualmente alto incluso para un ejército que viola sistemáticamente, como el estadounidense). La razón puede ser que debido a el gris legal en que operan, la inexistencia de procesos de rendición de cuentas y el secretismo propio de sus actividades, permite puedan hacer el trabajo sucio, evitando ser un ejército examinado por la prensa, los activistas, los controles internos y la justicia internacional.
En este ambiente, no es raro que exmilitares colombianos, curtidos por la cruenta guerra de guerrillas que lleva más medio siglo, sean reclutas ideales para estos para-ejércitos a sueldo: si sumamos factores como la baja edad de retiro, la incapacidad para volver a la vida civil, la alta capacitación, la promesa de residencia permanente y por supuesto el mayor incentivo: los jugosos sueldos. Un soldado retirado puede estar ganando 600 dólares en Colombia, contrasta los entre 3.000 y 4.000 dólares que podrían hacerse en Ucrania u otro teatro de guerra internacional.
Ahora bien, tenemos que recordar que los mercenarios también son, junto con la población civil, el eslabón más débil del aparato de guerra, y a menudo, no solo victimarios sino víctimas. Para empezar, al operar por fuera del Derecho Internacional humanitario, no son reconocidos como combatientes legítimos, lo que los convierte en no privilegiados. Al ser capturados por la contraparte, no serán sujetos de protección especial como combatientes regulares, de quienes ambas partes de un conflicto tienen obligaciones, así pues, podrían ser juzgados como un criminal corriente o incluso como un terrorista. También es muy común que estos reclutas una vez se encuentren en el extranjero y separados de sus redes de apoyo, familias y naciones, sean engañados y forzados a participar en vejaciones contrarias a su voluntad; lo que configuraría el delito de trata de personas.
La clave para detener y prevenir la reproducción de la nefasta práctica está en la implementación de una política pública que propenda por, la mejora de las condiciones que ofrece Colombia a sus veteranos: acceso a atención psicológica, ofertas laborales y educativas que permitan una reinserción a la vida civil, pero también un seguimiento a las actividades de éstos una vez dejan el ejército o la policía. Sólo lo anterior, articulado con una política internacional de cooperación coherente con la paz duradera y un orden mundial basado en reglas, detendrá que la juventud colombiana siga siendo sacrificada en el altar de la guerra, y en este caso una guerra totalmente ajena.
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