Peter Pan, más que nadie, encarna de forma definitiva nuestra aspiración de olvidar. Y quizás por esa razón vuela: en el aire, ya se sabe, no existen rastros, no existe asidero para la memoria. Peter Pan no solo es un niño eterno, sino que es un niño sin pasado: al escuchar a sus padres hablar de la vida adulta, sale volando por la ventana y se disipa. Y a diferencia de Ícaro y Lucifer, ambos pájaros frustrados, el niño que nunca crece vence el síndrome de la caída.
Ciertamente, tanto el olvido como el vuelo operan contra la realidad. Es más, podría decirse que constituyen sublevaciones contra la realidad. Hay en Peter Pan un elemento clave que pareciera acreditarlo: es un muchacho que carece de sombra. Desde el punto de vista de un tratado de óptica, una sombra es «la proyección oscura que un cuerpo lanza en dirección opuesta a aquella por donde recibe la luz». Es decir, Peter Pan podría considerarse una entelequia. Pero hay, además, una dimensión simbólica asociada a la sombra que no deja de ser relevante: en numerosas culturas existe una equivalencia entre sombra y alma. Wilde, por ejemplo, definía la sombra como el cuerpo del alma. Al carecer de sombra, Peter Pan, entonces, carece de alma y se vuelve casi como esos pueblos o esas naciones sin memoria que están condenadas a repetir sus errores y a deshonrar a sus muertos.
En el más reciente episodio de La Telaraña, Jurgen Ureña, cineasta y conductor radial, conversó con el escritor y catedrático Jaime Ordóñez y el geólogo y catedrático Marino Protti acerca de memorias. Memorias dicho así, en plural. Porque no existe una sola forma de memoria y, a menudo, sus determinaciones sociales e individuales se mezclan y se confunden. Un hombre, a lo mejor, recuerda sus visitas furtivas a un cine donde aparecía la pálida desnudez de Laura Antonelli. Y ese acto, aparentemente íntimo, rigurosamente individual, lo vincula, de repente, con otro que fue a ese mismo cine en esa misma época. Es un hecho: nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros padres.
La acelerada penetración de Internet y las redes sociales en todos los ámbitos de la vida ha supuesto una serie de transformaciones, cuyos alcances, a un nivel profundo, no parecieran ser muy claros. La memoria, la forma en la que recordamos, es una de esas áreas que ha experimentado cambios de carácter particularmente drástico. Un estudio del Instituto Tecnológico de Monterrey y la Universidad de Málaga, por ejemplo, mostró que los estudiantes que más tiempo dedican a Facebook obtuvieron menores promedios en recuerdo inmediato y recuerdo diferido para evocación.
Un buen día, tal vez, Facebook nos dirá que no tenemos recuerdos. O mejor dicho, aparecerá una notificación en la que se nos indicará que ya no existen nuestros recuerdos. No estará el recordatorio de la foto anodina donde salimos haciendo gesto de Miley Cirrus al lado de nuestra mascota. No estará el post de baja intensidad, polémico a un nivel tercera vía, donde gentes desconocidas nos acusan de algo, lo que sea, por compartir una canción de Leonard Cohen o de Víctor Jara. No estará la referencia ingenua al día del niño ni la etiqueta que nos endilgaron amigos idos con los que ya no cenamos ni paseamos.
Llegará ese día y, seguramente, prevalecerá la amnesia virtual. Será el ámbito del Alzheimer de las redes sociales. Algo así como lo que pasa en El ídolo de Serge Joncour. Pero al revés. O sea, nadie nos va a reconocer. Como pasa con esa gente sin huellas dactilares que salía en Aunque usted no lo crea. Como pasa con esa gente que nunca sacó una tarjeta de crédito. Y entonces dejaremos de ser humanos en el sentido ordinario. Y, a lo mejor, seremos los esclavos más libres de la historia. Como Peter Pan.
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