Había una vez en cierto país, un nuevo líder político de derecha que no tenía mayor experiencia ni preparación en la gobernanza, pero que, con su gran oratoria y firmeza, lograba persuadir a la masa popular convenciéndolos de que solamente lo que él proponía era lo mejor para la Patria.

La gente muchas veces no entendía el contenido de su mensaje, pero la forma en la que lo transmitía provocaba que el líder fuera aplaudido y seguido. El líder era vanidoso y soberbio y para lograr sus objetivos, añoraba el poder a como diera lugar. Entendió que la forma de lograr era utilizando un partido político al que se unió para transformarlo en algo sui géneris. Sin lugar a dudas, el partido fue útil a sus intereses para postularse y llegar después al poder.

Era una época de graves crisis socioeconómicas, donde solo unos pocos tenían riqueza y la gran mayoría la pasaba mal. El pueblo estaba decepcionado de que la democracia no le estaba solucionando sus problemas. Así que el líder oportunista se aprovechó de esta coyuntura y le dijo al pueblo todo lo que éste estaba necesitando escuchar sin importar de que distorsionaba la realidad, que sus palabras eran vacías; y de que algunas de sus promesas eran imposibles de cumplir. En su discurso, criticaba fuertemente a la democracia y culpaba a sus compatriotas anteriores y a varios sectores de la sociedad como responsables de todas las desgracias existentes. Todos los demás tenían la culpa, excepto él y sus colaboradores. Su discurso se basaba en mentira tras mentira. A veces las repetía tanto, que parecía que él mismo se las creía. Las repetía tantas veces que la gente le creía. Para lograr esto se asesoraba con los mejores. Nada quedaba a la casualidad en cuanto al manejo de su imagen y su publicidad. “Mienta, mienta, que algo queda” le aconsejaba uno de sus principales asesores y así él procedía.

Lo fascinante para muchos era que además de criticar a la democracia legitimó en su país la violencia política en sus discursos. Algunos lo consideraban que esto era valentía, pero al poco tiempo se normalizó tanto que todos se acostumbraban a tanta agresión, lo que le permitía seguir arremetiendo a su antojo y con furia contra aquél que osaba criticarlo u oponerse a sus intenciones. Su especialidad era polarizar y esparcir el odio.

Lograba convencer al pueblo de que había que destronar a las élites existentes. Esto sonaba muy bonito al pueblo, pero este, ingenuamente, no se daba cuenta de que el desplazamiento de esas élites era para ser sustituido por una nueva élite: la suya y la de sus amigos y colaboradores cercanos.

Bajo esta fórmula casi que mágica era muy difícil no tener éxito. El ingrediente que faltaba era que el pueblo cayera en la trampa y le creyera, pues como bien se dice, el éxito del manipulador depende del grado de ignorancia de sus seguidores. El pueblo, que se suponía educado, terminó siendo seducido.

Ya en el poder, el partido político dejó de tener importancia pues lo único relevante era la exaltación a la figura del líder. Todos debían jurarle lealtad a él y a los colaboradores nombrados por él. Nadie podía contradecirlo. Quien lo hiciera sería objeto de venganzas implacables. En procura de aminorar a sus disidentes, a través de artimañas ilegítimas, iba tomando el control de la prensa, pues bajo su criterio, la prensa únicamente debía hablar bien de él y la libertad de prensa era algo que no le importaba.

Los resultados, al final de cuentas, no fueron los esperados, pero cuando el pueblo se percató ya era demasiado tarde. El daño ya era enorme y hasta trágico. El país sufrió un grave retroceso en todos los campos, de lo cual tardaría años en recuperarse.

Algún mal pensadillo dirá que me estoy refiriendo a Rodrigo Chaves y el entorno político de Costa Rica. No, en realidad se trata de Adolf Hitler. Justo recién se cumplieron 100 años de su famoso discurso ante el tribunal que lo juzgaba por su fallido golpe de Estado.

En dicho discurso arremetió con furia contra la democracia parlamentaria de la llamada República Alemana de Weimer. Con ello, sentó las bases y quedó difundida su ideología Nazi con la que años después llegaría al poder con los resultados nefastos ya conocidos.

Sería muy absurdo tan siquiera insinuar una equiparación entre Chaves y el monstruo que fue el dictador Hitler. Estamos claros que Chaves no es un dictador o un tirano, aunque él confunda los términos y no sepa que son sinónimos. A lo más que llega es a un aspirante a dictador, pero por lo visto en estos dos años, nada le gustaría más llegar a serlo: tener el poder y control sobre el poder judicial, el TSE, la Asamblea Legislativa, que nadie lo critique y que no exista prensa que lo adverse y sobre todo, que no exista la Contraloría General de la República para que no tenga ningún tipo de control en las contrataciones públicas y el uso de los fondos públicos y así poder y deshacer a su antojo. Aunque esto es lo que quisiera, la institucionalidad construida en el país durante décadas por antepasados visionarios se lo han impedido.

Cualquier parecido de él con aquél nefasto líder histórico es mera coincidencia y va por cuenta de cada quien asimilar uno o varios rasgos. Lo cierto del caso es que ninguno de los dos de tonto no tenía ni tiene nada y debemos estar vigilantes en estos dos años siguientes y en las próximas elecciones defendiendo siempre la democracia, que aunque bien tiene sus defectos y Chaves la desprecia, la historia de la humanidad ha demostrado que es sin lugar a dudas, la mejor forma de gobierno.

La turbulencia de los demagogos derriba los gobiernos democráticos” (Aristóteles).

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