El poder corrompe y enferma
“El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente” señaló el pensador católico inglés de finales del siglo XIX Lord Acton. Recuerdo que lo hizo en una discusión con clérigos católicos sobre la necesidad de ser objetivos al evaluar los errores y graves faltas cometidos por algunos papas en la historia de la Iglesia.
Precisamente por eso, el genio de la democracia como un Estado de derecho se asienta en controles y limitaciones al ejercicio del poder: división de poderes, asignación de competencias, derechos humanos y su defensa internacional, respeto a la constitucionalidad y a la pirámide normativa, debido proceso, revisión judicial de las potestades administrativas, control político del Parlamento, control de la contratación administrativa y del gasto, rendimiento de cuentas, libertad de información, de reunión, de contratación, de asociación, de emprender, de trabajar.
Los riesgos del poder son tales que abundan las experiencias de quienes llegan con buenas intenciones y luego sucumben a su embrujo. Albert Speer condenado por crímenes de guerra en los Juicios de Nuremberg narra desde su celda en su libro El Tercer Reich visto desde dentro, como el afán de ser arquitecto de los monumentos nazis lo llevó gradualmente hasta el extremo de dirigir cruelmente, como Ministro de Armamento, el trabajo esclavo de quienes en las fábricas de armas esperaban su futuro exterminio en los campos de concentración.
Hoy el problema es aún más preocupante. No se trata ya solo de evidencia histórica sino también de evidencia científica.
En 2017 tuve acceso en The Atlantic al artículo “El Poder causa daño cerebral”
Veinte años de experimentos en laboratorio y en el campo, conducidos por el profesor de sicología de UC Berkeley Dacher Keltner mostraron que las personas con poder actúan como si hubiesen sufrido un trauma cerebral y se tornan más impulsivas, pierden la percepción del riesgo y la capacidad para percibir los puntos de vista de las demás personas.
Desde otra área de investigación, la neurociencia, el profesor Sukhvinder Obhi de la Universidad McMaster en Ontario, Canadá, señala algo similar. El poder afecta la capacidad cerebral de “reflejar”, o sea, de reproducir en nosotros los sentimientos de los demás. Esa capacidad permite a una persona orientarse por ese conocimiento de los sentimientos de los demás.
Dicha capacidad activa en la persona que está en presencia de otra, la parte del cerebro que sirve como espejo de la acción observada, emula interna e inconscientemente la conducta ajena. Si se pierde esta habilidad, la persona solo percibe sus propios sentimientos y pierde la capacidad de sentir empatía.
Es muy curioso. Para adquirir poder político la empatía es fundamental, salvo que se trate de llegar a ejercerlo actuando contra la democracia y solo mediante la fuerza. Pero una vez en el poder su continuado ejercicio sin mucha limitación hace que la persona pierda esa capacidad de empatía.
Y a esto se suma la capacidad de las personas de pecar y de egoístamente perseguir nuestros fines personales sin respeto a las obligaciones para con las demás que impone el manejo del poder.
Algunas soluciones de la institucionalidad de la democracia liberal
Las acciones de quien asume posiciones en el gobierno que violan las finalidades de su mandato son abusos del poder que generan corrupción, y muchas de ellas se dan en las relaciones de los administradores públicos con los proveedores privados de bienes y servicios.
La competencia entre los proveedores en sistemas de compra eficientes y transparentes es el mejor mecanismo para evitar la corrupción en los sistemas de contratación pública.
Estas afirmaciones de la historia y de la ciencia sobre los problemas de poder, así como la posibilidad humana de caer en la tentación del abuso del poder, no solo se da en el sector público, sino también en el mercado.
Ya lo dijo Adam Smith “rara vez suelen juntarse las gentes ocupadas en la misma profesión u oficio, aunque solo sea para distraerse o divertirse, sin que la conversación gire en torno a alguna conspiración contra el público o alguna maquinación para elevar los precios”.
En el mercado la corrupción se genera por un manejo de los factores de la producción que viola las reglas de la libertad de trabajo, de empresa, de contratación, de acceso a un sector de la producción. La innovación puede generar condiciones de monopolio temporales en favor de los pioneros, pero no debe dar lugar a consolidar mercados cerrados a la libre entrada. Las prácticas que violan la competencia por acuerdos entre proveedores como los señaló ya hace dos siglos y medio Adam Smith actúan en perjuicio de los consumidores.
Las formas adecuadas de contratación que favorezcan la competencia entre proveedores y la adquisición de bienes en las mejores condiciones para la administración pública no surgen espontáneamente, ni son deseadas por todos.
Las regulaciones para evitar la formación de monopolios artificiales o de carteles y otras prácticas violatorias de la libre entrada y de la competencia, no son ni con mucho deseadas por todos.
Potencialmente cada proveedor desearía ser el canal exclusivo para la venta de su artículo y cada productor ambicionaría ser el único al que le sea posible poner en el mercado su bien o servicio.
Las regulaciones para que se dé una adecuada contratación en el sector público y las regulaciones para que se promueva la libre competencia en el mercado no nacen por generación espontánea. Es precisa la elaboración de normas y procedimientos, que siempre son imperfectas, que nunca pueden prever todas las circunstancias que se darán en su campo de aplicación y que, por prueba y error, y comparando las experiencias de diversas naciones, podemos permanentemente ir mejorando.
Debemos mejorar nuestra institucionalidad que mediante la competencia controla los abusos de poder en el sector público y en el sector privado. Pero debemos hacerlo sin permitir que se limite la acción de la competencia.
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