Vivimos un cambio de época en el cual nuestras concepciones mentales de la sociedad y de las interrelaciones humanas reflejan el orden social que se acaba y entran en conflicto con el nuevo orden social que todavía no acaba de nacer.
En estas circunstancias, a las cuales he hecho mucha mención en los últimos años, se da una lucha —que a mi modo de ver es la lucha más trascendental para la determinación del futuro orden de convivencia humana— en la que se enfrentan la simple y sin remilgos conquista del poder y la posesión de bienes con la visión social anclada en los valores de la dignidad y la libertad de toda persona, a la que se considera como un ser social llamado a la fraternidad.
La simple lucha por el poder responde a un materialismo descarnado que a menudo triunfa en nuestros días por la indiferencia obtusa de las gentes o por el impráctico idealismo de actores ingenuos. Ese materialismo descarnado puede ser tanto protagonizado por los populismos estatistas de izquierda o de derecha mediante la primacía de lo político, como lo puede ser mediante el predominio y el sometimiento al mundo de los negocios.
Mientras tanto los valores centrales de la herencia judeocristiana y grecorromana sufren el embate del relativismo con sus engendros: la postdemocracia y la postverdad que se pasean impávidos en la “Civilización del Espectáculo”, como acertadamente la denominó Mario Vargas Llosa.
Los sufrimientos que viven los pueblos de Cuba, Nicaragua y Venezuela ilustran hoy —tal como hace unas décadas lo hicieron el nazismo y el comunismo en Alemania, la Unión Soviética y China— la manera en que la “banalidad del mal absoluto” surge de liberar la interacción humana a la simple lucha de intereses, dejando de lado la verdad del hombre y su relación con Dios.
Para enfrentar esta realidad en medio del cambio de época que vivimos es necesario negar el absolutismo del estado y también el absolutismo del mercado. No todo se puede resolver por el intercambio libre y la fijación de precios. Tampoco puede el mercado operar por sí mismo sin relación con lo jurídico, lo político, lo social, lo cultural. Es preciso crear el orden de la competencia para que pueda operar eficientemente el mercado en su ámbito de acción. Pero a la vez se debe reconocer y aprovechar el poder innovador del mercado competitivo y los libres intercambios, y su eficiencia para la producción de bienes y servicios, y es preciso no dar la espalda a las realidades de la interacción humana que explica la ciencia económica.
Pero no se trata de imponer un absolutismo axiológico. Ello violentaría el respeto a la dignidad y la libertad de las personas. La sociedad para ser campo en el que se desplieguen la dignidad y la libertad de las personas, debe ser tolerante.
Para ello se necesita de las garantías que hacen posible, con sus humanas imperfecciones y limitaciones, la vigencia de una sociedad de personas dignas y libres. Se ha venido poco a poco, a través de milenios, descubriendo las formas jurídicas y políticas que permiten organizar al Estado para limitar la coacción de unas personas a otras, y limitar también el mismo poder del estado que monopoliza la coacción. Son formas imperfectas, fruto de la humana imperfección y de nuestra radical ignorancia, que han venido históricamente mostrando sus ventajas. Que son perfeccionables, pero que debemos cuidar de no pervertir con reformas radicales que nos lleven a perder sus ventajas.
No se trata de asumir un relativismo. Se trata de aceptar nuestras limitaciones y la necesidad de convivir entre personas que, gracias a Dios, somos distintas, por lo que ninguna sobra.
Esto obliga a la convivencia de los diversos, pero con las reglas generales de conducta justa que defiendan los valores fundamentales de dignidad y libertad y las garantías institucionales del estado de derecho que nos permiten a todos y a cada uno buscar la verdad, disfrutar la belleza y practicar el bien.
Nada de lo anterior se opone a respetar y utilizar el conocimiento fruto del desarrollo histórico, de las construcciones de la ciencia, del debate sobre los temas fundamentales de la vida, así como a disfrutar de los adelantos tecnológicos. Pero sometidos al decálogo y a la ética humanista.
La vida social como simple lucha por el poder cae en los extremos del terrorismo de Estado. En esa etapa del absolutismo desaparece la simulación democrática, que se transforma en la ostentación del ejercicio del mal, para gobernar no solo por el poder de la barbarie y las bayonetas, sino por el terror que se infunde a la población. Es el reino del mal absoluto tal como en nuestra región impera en Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Los pueblos se ven obligados a huir de su patria, a perder el ancestral ligamen con la familia, con su tierra, con amigos, hábitos y costumbres. Son los millones de venezolanos y cubanos y los cientos de miles de nicaragüenses que deben emigrar por el predominio del mal en sus patrias. Y a la vista de estas tragedias humanas la institucionalidad internacional muestra su incompetencia, se ocupa de nimiedades, en mucho por la falta de voluntad política de los gobiernos que las integran.
En medio de toda esta confusión axiológica del relativismo no solo se pierde el arraigo al terruño sino también el respeto del tiempo. Se pierde el respeto por las enseñanzas de la historia, y la previsión en la construcción hoy del mañana. Todo se vuelve hoy. Priva la instantaneidad.
La respuesta no puede ser simple participación en la lucha por el poder en el ejercicio electoral.
El desprestigio de las élites, la fragmentación y el vaciamiento de los partidos políticos, el engaño mediante los medios sociales y la comunicación digital lo impiden.
Debemos recuperar la prioridad de la ley moral.
El simple positivismo jurídico, la simple formalidad de la ley no da respuesta al reto que vivimos. Yo me atrevo a pregonarlo, debemos volver a tener consciencia del derecho natural, que para los creyentes surge del orden dado por Dios a la Creación, para los filósofos y estudiosos de una ética laica se origina en la naturaleza intrínseca de la persona, y para muchos pensadores es el fruto de la evolución espontánea de la sociedad mediante el predominio de las instituciones más exitosas.
Es preciso resolver el desencuentro entre la sociedad civil y la sociedad política, y ello es posible volviendo a centrar nuestra consciencia en la preeminencia de la dignidad de la persona, en su libertad, en el respeto a la verdad, al bien, a la belleza.
Es preciso recuperar el respeto y la vigencia de los valores del humanismo cristiano, recrear sociedades imperfectas sí, pero en las cuales priven la dignidad y libertad de las personas, y la fraternidad
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