El patriarcado ha condicionado en la historia y cultura las relaciones entre las mujeres a: la separación, desconocimiento de la otra, lo que bien conocemos como antagonismo.

No es extraño que desde esta dialéctica machista ya no sólo las mujeres nos definimos como lo contrario a los hombres, sino como las antagonistas de las otras, las envidiosas, las dañinas, la competencia. Quedando solamente lo que nos distancia y separa, desarticulando cualquier posibilidad colectiva de organización y alianza para la incidencia social y gestión política (acá pienso la política desde el concepto de Hannah Arendt, que se establece como relación entre las personas).

Estos relatos los normalizamos desde las telenovelas, novelas escritas, guiones de películas trilladamente sexistas, elementos de la cultura que buscan regularizar los valores machistas. No es raro escuchar estas expresiones también en políticos que no creen en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y, anhelan que las mujeres regresen al ámbito privado y se alejen de cualquier proyecto del espacio público, de lo político.

Lo que sí sorprende, es cuando personas que ejercen cargos públicos cuya responsabilidad es velar por un cambio orientado hacia la cultura de la igualdad de género, reproducen los estereotipos más básicos del sexismo y machismo. Con esto me refiero puntualmente a la construcción discursiva que desde la jerarquía del propio INAMU se reproduce desde hace un tiempo. Directamente lo he escuchado y he sido testiga de la preocupación legítima de las mujeres que por ejercer su disidencia son señaladas desde los espacios de articulación entre esta institución y la sociedad civil.

Hoy en día, para la jerarquía del INAMU y para quienes son instrumentalizadas para replicar estas lógicas patriarcales del ejercicio del poder y de la división, las mujeres que se dedican a la academia, las mujeres que viven en San José, pero sobre todo las mujeres que abiertamente se identifican como feministas, han pasado a ser desde esta categorización simplista: las malas, las que no se preocupan por las otras, las que nunca han hecho nada.

Mientras las mujeres que viven en las zonas de la periferia, las que no tienen relación con la academia, “las de base”, pero sobre todo las que se adaptan a estos discursos condicionadas simbólicamente, desde una lógica profundamente desigual de poder entre ciudadanas e institucionalidad, pasarían a ser las que contrastan con las “académicas”, ergo las buenas (mientras hagan lo que la jerarquía quiere).

No hay nada más lejano de la realidad que esta tesis que se replica en muchos espacios por parte de mujeres que ejercen cargos de poder en el actual gobierno. Lo real es que muchas de esas “feministas malas” vivimos en zonas rurales, lejos de San José, realizamos trabajos comunitarios, también muchas de esas “buenas mujeres” que hacen trabajos en sus lugares de habitación fuera del GAM han aportado también en la academia, y lo más importante es que ambos grupos ficticiamente creados (por un interés y lógica profundamente preocupante), lo que buscan desde su activismo es aumentar el acceso a derechos, oportunidades, servicios y disminuir la violencia de género contra las mujeres.

Creo que la mayoría de las mujeres tenemos mucho de ambos grupos ficticios, tanto del aporte crítico y de análisis de la academia, como del empuje ejecutor y reflexivo de las comunidades, yo creo que las mujeres que estamos en estos espacios más que una categoría tan limitada somos “medio buenas y medio malas”, y esto me lleva a lo verdaderamente importante: no perder la capacidad de encontrarnos y reconocernos desde el respeto, la diversidad y la autonomía propia.

Estamos ante una de las estrategias más usuales del patriarcado, que desde el ente articulador del poder exacerba lo diferente, lo que se usa para distanciar y no para sumar pluralidad, lo que se usa para entonces priorizar agradar a la jerarquía mientras se inferioriza a las otras, aprovechando el legado del antecedente del relato androcéntrico de la rivalidad social de las mujeres.

Al final de estos artilugios, lo que sí resulta una realidad, es que los servicios para las mujeres -TODAS las mujeres- pero con especial atención aquellas en pobreza y pobreza extrema, las trans, las lesbianas, mujeres afrodescendientes, indígenas y mujeres con discapacidad, cada día empeoran y disminuyen.

Aumenta la violencia de género, aumentan los abusos sexuales contra niñas, los femicidios, la feminización de la pobreza, también, la explotación del personal del INAMU que resulta insuficiente en los territorios, ante la preferencia y decisión de tercerizar servicios en manos de personas no aptas, antes que robustecer el personal especializado en la institución.

Ninguna mujer es exactamente igual, pero lo que sí nos cobija por igual son algunas matrices de dominación y de desigualdad, entre estas la del patriarcado y la violencia de género. La reflexión que hago es sobre volver a construir relaciones basadas en la sororidad, en reconocernos como sujetas políticas que construyen acuerdos para ante todo luchar contra los fenómenos de la opresión. No morder el anzuelo del facilismo que impone la reproducción de los estereotipos de género sobre las relaciones entre las diversas mujeres.

Entendernos como sujetas y no como objetos instrumentalizados, es fundamental para cambiar las realidades de la desigualdad de género, sobre todo entre quienes estamos realizando activismo e incidencia. Construir en colectivo y dejar de lado los discursos y prácticas que pretenden dividir a las mujeres (despolitizarlas y aislarlas), no es ni más ni menos que ejercer un poder transformador y sano, más que nunca necesario en el país.

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