I parte
Cada cierto tiempo, de manera brutal e incontrovertible, se suceden en un corto tiempo violentos asesinatos de mujeres que logran sacar de la modorra a la conciencia colectiva e institucional que recuerda —entonces— que esta problemática no solo existe, sino que también es letal.
Recuerda pues que ni un solo día ha dejado la violencia de golpear la vida de las mujeres y de las niñas, pero esa cotidianeidad ha llegado a convertir este tipo de malos tratos en parte del paisaje social considerado normal.
¿Por qué no cesa la violencia contra las mujeres? … es el cuestionamiento común
Pregunta pertinente. Respuesta compleja.
Auguramos el fracaso de quien pretenda atribuir a un solo factor o a una sola acción la posibilidad de erradicación de esta problemática.
La violencia contra las mujeres es estructural, sistémica y constitutiva de la organización social desigual, jerárquica y patriarcal predominante en el planeta. Como tal no solo contribuye a sostener y perpetuar mediante el control violento de las mujeres (y de otras mayorías humanas) este tipo de organización social, sino que es afectada y es interdependiente de otros elementos igualmente estructurales.
Mencionaremos algunos de ellos. El primero: la cultura machista.
Miguel Lorente, médico forense español, no deja de reiterar que el machismo es cultura, no acto queriendo expresar la urgencia de que nuestra mirada no quede atrapada en el acto individual, por más grotesco que sea, sino que se eleve para observar la cultura que lo posibilita.
La Costa Rica de hoy día no es la misma de hace tres o cuatro décadas cuando tan siquiera la violencia de pareja era tópico de interés común. Hemos podido desarrollar niveles importantes de intolerancia hacia estas formas específicas de violencia al punto, incluso, de legislar sobre lo inimaginable: sancionar el piropo y otras manifestaciones de acoso en los espacios públicos.
Sin embargo, no hemos tenido iguales avances en la regulación de la propaganda, la publicidad y los medios de comunicación de todo tipo que diariamente expresan desprecio, cosificación y agresividad en contra de las mujeres. Esta masiva y cotidiana contaminación de las mentes y de los corazones de las personas, especialmente de las jóvenes, constituye una incitación permanente a pasar al acto: golpear, violar, asesinar.
Esta tensión de la convivencia diaria, que la viven y manifiestan de manera concreta todas las personas pero —especialmente— los hombres pues apela directamente al ejercicio de su masculinidad, es apenas contenida por una conciencia social que ha abrazado y promueve otra forma vivir en sociedad. Esta contención la aportan las leyes, las políticas públicas, la organización ciudadana, entre otras. Pero, ¿qué pasa cuando todos estos elementos de contención se erosionan, se debilitan y cuando el mensaje público no es de respeto e igualdad?
En absoluto es casual que sea precisamente en Argentina, cuyo mandatario ha manifestado públicamente su desprecio hacia las mujeres y hacia la diversidad sexual, que sean quemadas vivas cuatro mujeres lesbianas en un acto de castigo social. Esta representación, con toda seguridad minoritaria de la sociedad argentina, hasta entonces contenida, se siente legitimada para convertir en acto lo que aboga el discurso público.
Si volvemos la mirada hacia nuestro país, ¿qué elementos caracterizan el clima cultural en relación con las mujeres?
Tal vez uno de los más claros es una violencia política contra las mujeres en posiciones de liderazgo nunca antes vista y que se caracteriza por la deslegitimación de sus saberes y capacidades, el desprecio por su investidura y la humillación pública. Consecuentemente, se evidencia poco interés en fortalecer las acciones públicas para enfrentar la violencia hacia las mujeres.
Las mujeres que ocupan posiciones de liderazgo (diputadas, magistradas, ministras, entre otras) encarnan las conquistas que hemos alcanzado las ciudadanas costarricenses. Representan el esfuerzo de generaciones para ser reconocidas en igualdad. El peso simbólico de esta violencia política es, entonces, inmenso y representa un lamentable retroceso cultural pues no se trata de ataques a mujeres concretas, sino a un ideal de justicia que nos afecta y nos debe interesar a todas.
Adicional a lo simbólico, se modela un tipo de interacción social entre mujeres y hombres: se legitima el ataque verbal y se estimula la violencia. Si desde las altas esferas de la vida política nacional hombres en posición de liderazgo tratan de esta manera a las mujeres, si el abuso se convierte en norma, los muros de contención social se rompen y las mujeres quedan solas.
La promesa que el Estado hizo a las mujeres cuando las llamó a romper el silencio frente a la violencia se resquebraja y la violencia se reprivatiza.
Tal vez alguien pueda pensar que hay un largo trecho entre la violencia verbal en el discurso público y los femicidios. Sin embargo, la relación es directa. Está demostrado que existe una relación inversamente proporcional entre los niveles de tolerancia social a la violencia contra las mujeres y su prevalencia: a mayores niveles de intolerancia, menor violencia y viceversa.
Entonces, como primera aproximación a una respuesta compleja a la pregunta inicial: los femicidios y la VcM no cesan porque, lejos de avanzar, vivimos un retroceso cultural que la promueve.
Arriba se señalaron acciones públicas que se pueden y deben hacer para promover el cambio cultural y ampliar la no tolerancia hacia la violencia en general y hacia las mujeres. Pero es indispensable también exigir que el discurso público oficial y las políticas públicas se comprometan en este mismo sentido y se robustezcan con inversión social.
Continuaremos nuestro aporte en una segunda parte.
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