Costa Rica atraviesa un periodo de alta violencia, alimentado por desigualdades y por formas de masculinidad que legitiman el control sobre los cuerpos de las mujeres, pero esta violencia no solo impacta a las mujeres adultas, sino que también deja marcas profundas en las niñeces y adolescencias. Sin embargo, estas poblaciones siguen siendo invisibilizadas, tratadas como secundarias, en lugar de reconocerse como personas con derechos, experiencias y afectaciones propias cuya invisibilización limita nuestra comprensión del fenómeno y reduce la capacidad de generar respuestas adecuadas.

En los últimos años, la violencia contra las mujeres ha crecido de manera sostenida, ejemplo de ello, son los datos del Observatorio de Violencia de Género contra la Mujer, los cuales plantea que hasta lo que llevamos del año 2025, el Estado ha registrado 33 femicidios, un promedio de dos por mes, sin considerar los casos no oficiales. Además, 37 niñas, niños y adolescentes perdieron a su madre por femicidio, quedando como sobrevivientes que enfrentan duelos complejos, traumas profundos y riesgo de revictimización junto con la ausencia de programas especializados de acompañamiento emocional, social y jurídico lo cual refleja una respuesta institucional fragmentada y una deuda histórica con estas poblaciones, en un contexto donde el cuidado sigue feminizado y los vínculos fundamentales se quiebran.

Estas cifras, no muestran toda la magnitud de la violencia patriarcal pues entre 2017 y 2025 la cartografía de femicidios en Costa Rica registra 24 víctimas menores de 18 años; la más joven de este año tenía apenas 4 años, lo cual evidencia que la violencia patriarcal atraviesa la vida desde la primera infancia y que el Estado aún no garantiza condiciones básicas de seguridad, cuidado y protección para las niñeces y adolescencias.

En este contexto, la Ley 10.263: Ley de reparación integral para personas sobrevivientes de femicidio aprobada en el  2022, representa un paso fundamental ya que reconoce que las familias, incluyendo a niñeces y adolescencias afectadas, necesitan medidas específicas. En su artículo 4 establece tres componentes de la reparación integral:

  1. Apoyo económico, específicamente un subsidio inembargable equivalente a medio salario base para las personas beneficiarias,}
  2. Acceso prioritario a servicios esenciales como atención médica, psicológica y psiquiátrica; becas educativas; bono de vivienda; asesoría legal gratuita.
  3. Reparación simbólica, como acciones anuales cada 25 de noviembre o la construcción de un memorial nacional.

Conocer estos derechos no es un detalle menor: es una condición para la justicia porque cuando una ley existe pero no se divulga, se convierte en letra muerta y profundiza la desigualdad entre quienes logran acceder a ella y quienes quedan a la deriva institucional, por ello, es nuestra responsabilidad como sociedad difundir y apropiarnos de esta como parte central de la lucha contra la violencia feminicida.

Los femicidios son un fenómeno estructural que exige una respuesta estatal, colectiva y pública, dada su profunda repercusión en la vida de poblaciones vulnerables incluídas las niñeces y adolescencias. Es urgente abrir la discusión en comunidades, escuelas, espacios judiciales, organizaciones e instituciones, reconociendo su vínculo con las desigualdades y lógicas patriarcales. Se requiere un abordaje especializado y sensible en el sistema de justicia que evite la revictimización, así como mayores investigaciones sobre los impactos de esta violencia en las poblaciones para diseñar políticas públicas y estrategias de prevención efectivas y situadas. En este marco, se vuelve urgente y exigimos una declaratoria de atención prioritaria que fortalezca la coordinación interinstitucional, garantice recursos y asegure la prevención, protección y reparación reales.

A pesar de la crudeza de los datos, (que no son sólo números, sino historias y vidas), resulta oportuno reconocer que aún existe espacio para la esperanza y que si bien, el cambio cultural no ocurre de manera automática, es posible cuando los distintos actores: la academia, las comunidades y las instituciones asumen el compromiso de transformar las condiciones que sostienen la violencia. A su vez, reconocer a las niñeces y adolescencias como sujetas de derecho y con voz propia, con agencia y experiencias válidas, es un paso esencial que también puede guiarnos. Todavía podemos construir un país más cuidador, justo y dispuesto a escuchar a quienes históricamente han sido invisibilizadas, todavía podemos desmontar la masculinidad hegemónica que sostiene estas violencias, todavía podemos garantizar que ninguna niña, niño o adolescente crezca marcado por el femicidio.

Por ello, es imprescindible exigir una respuesta contundente y articulada del Estado, porque las vidas de las niñeces no pueden depender de esfuerzos aislados, se necesitan políticas públicas coherentes, recursos suficientes, mecanismos de protección efectivos y una institucionalidad que garantice el derecho a vivir libres de violencia. La responsabilidad estatal es indelegable, y como sociedad debemos demandar acciones claras, sostenidas y transformadoras que prioricen la dignidad y el bienestar integral de cada niña, niño y persona adolescente. Todavía hay tiempo para la transformación pero es urgente informar, divulgar y exigir ahora.

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