En la función pública he conocido una gran cantidad de personas con una mística y una vocación de servicio que me han inspirado por muchos años. Diría, sin temor a equivocarme, que la inmensa mayoría de quienes ejercen cargos en la función pública cuentan con la idoneidad para ejercer esos cargos. Ellas no son el problema.

El problema lo encontramos en el campo de la eficacia o, mejor dicho, en la falta de ella. Las instituciones públicas ya no son capaces de cumplir con su misión de manera eficiente. Diría que ni siquiera logran cumplir con el principio ético de impactar lo más posible a la mitad de su población de usuarios en condición de vulnerabilidad. Esa debería ser la razón de ser del Estado: garantizar al que menos puede un piso mínimo sobre el cual construir su dignidad humana.

La ineficacia no es algo que podamos achacarle a quienes ejercen cargos políticos de elección popular. Hacen lo que pueden con lo que tienen –sea mucho o poco– incluyendo visión, gestión, transparencia, rendición de cuentas, comunicación, y otras piezas fundamentales del engranaje de la gobernanza pública. Es cierto que la política es el arte de lo posible. Algunas veces las carencias son tan profundas que con costos podemos esperar de un gobierno que no degrade demasiado lo que había cuando asumió.

Para ser justos, este fenómeno no es endógeno de ningún país en particular. Si algo ha caracterizado a la humanidad, sobre todo los 250 años desde la Revolución Industrial, ha sido el crecimiento exponencial en múltiples áreas de nuestro quehacer colectivo, tanto en agricultura y salud pública como en calidad de vida y derechos humanos. Hoy tenemos muchísimos indicadores que nos permiten afirmar que somos una mejor especie que dos siglos atrás.

Las aceleraciones del quehacer humano han avanzado de la mano de la tecnología. Respecto a la era de la informática, llevamos 60 años de crecimiento exponencial observando la que se conoce como la Ley de Moore. Ella explica que la capacidad de procesamiento de datos se duplica y el costo de almacenamiento de los mismos se corta por la mitad cada 18 meses. A este ritmo, hoy llevamos en nuestros bolsillos computadoras más potentes que las que utilizó la NASA 55 años atrás cuando llevó una misión tripulada a la Luna.

A pesar de todo este cambio tan veloz, la gobernanza pública se sigue pareciendo mucho a como era hace 200 años cuando empezaron a reproducirse las repúblicas alrededor del mundo. El estado de derecho tiene esa naturaleza: es un organismo vivo, pero es rígido para garantizar seguridad y aumentar la certidumbre de que las cosas son lo que dicen las reglas. Dentro de ellas nos corresponde comportarnos, comerciar, innovar. Las podemos cambiar, pero su proceso, si democrático, es lento, por ende, muy estable.

Lo que ello significa es que lo que nos trajo hasta aquí no nos alcanzará para llevarnos al futuro. Lo podemos ver en generación eléctrica limpia y renovable, por ejemplo. En pleno siglo XXI aún no ha comenzado en Costa Rica la revolución fotovoltaica, que es hoy por hoy la fuente de energía más barata en el mundo. Además de limpia y renovable, es de rápida instalación y podría convertir cada techo de cada hogar en una microplanta eléctrica para beneficio de sus ocupantes y del país. Pero para llegar a ese escenario deberemos superar la paradigmática zona de confort del monopolio de generación eléctrica, tan exitoso durante los últimos 70 años.

El éxito pasado es incuestionable. Lo que debemos revisar con espíritu crítico es qué necesitamos para que los próximos 70 años nos provean de mayor productividad, bienestar y paz a partir del mejoramiento de la eficacia de las instituciones públicas. Ello debe incluir su capacidad para innovar hacia alianzas público-privadas o convertir a cada usuario en un prosumidor, esto es, que produce parte de lo que consume, sea en el área de la energía, de la educación, de la seguridad o de la salud.

Escuche el episodio 215 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “Brecha con el futuro”.

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