Años atrás, don Abelardo Bonilla escribió un famoso ensayo donde menciona, entre otras cosas, que la identidad nacional ha estado marcada por dos arquetipos fundamentales: Caín, que encarna la vida rural ligada a la tierra, y Abel, asociado con el espíritu nómada, con el fundador de ciudades. Según don Abelardo, la historia costarricense, desde la Colonia, puede interpretarse a partir de la relación (no siempre feliz) entre esas dos formas de entender el mundo y de desenvolverse en el mundo. Y el ser nacional, así, es el resultado de una mezcla de ambas.
La interrogante sobre la identidad ha sido un tópico reiterado tanto en los rigurosos trabajos de universitarios como en los ejercicios más heterodoxos y audaces desarrollados por artistas y escritores.
¿Quiénes somos? ¿Cómo somos? Se trata de preguntas cuya formulación y respuesta no está del todo exenta de ciertos asomos de chauvinismo. ¿Somos distintos? Y si somos distintos, ¿por qué somos distintos?
Surge, entonces, el mito de la excepcionalidad costarricense (que mucho de verdad tiene) y en su afán de responder estas preguntas se han planteado diferentes proyectos políticos, diversas visiones de país más o menos articuladas. Ocurrió tanto con los liberales de siglo XIX como con los socialdemócratas de mediados de siglo XX y, por supuesto, con los planteamientos críticos de inicios de siglo XXI. Y salvo ciertas posturas, digamos, radicalmente desmitificadoras, pareciera existir una coincidencia: Costa Rica fue un país donde los conflictos y las contradicciones sociales no asumieron la violencia descarnada de países como Nicaragua o El Salvador. Es decir, en la historia de Costa Rica se percibe una relativa propensión a la búsqueda de alternativas civiles para dirimir los conflictos y desde muy temprano se perciben rasgos identitarios ligados a una cultura electoral.
Hace unos días, en el programa radial La Telaraña se suscitó un diálogo muy interesante entre Jurgen Ureña, conductor del programa, la historiadora Ariana Ibarra y la artista visual Florencia Urbina. El programa, titulado El arte de la ironía, propuso un abordaje de la ironía y el humor tanto desde la perspectiva histórica como en las propuestas artísticas. Cabe decir que Ibarra ha investigado la producción de humor político en las últimas décadas y Urbina ha desarrollado una obra donde el humor ocupa un papel crucial.
¿Es acaso la chota uno de los elementos de reconocimiento más generalizados en nuestra historia? Dicho de otro modo: ¿somos un país fundamentalmente choteador? ¿Acaso la posibilidad de chotear a quienes ocupan puestos de poder constituye un indicador de nuestra solidez democrática? ¿La excepcionalidad costarricense es, en definitiva, un asunto de chota? ¿Las caricaturas de Kokín o de Kandler que aparecían en La Nación hace unos años eran tan pertinentes como los más sesudos artículos de Página 15?
Conductor e invitadas de La Telaraña estuvieron de acuerdo en que la cultura de cancelación ha provocado la desaparición formal del humor y la ironía en los medios más institucionalizados. Es cierto que han mudado a otros formatos. El meme, en efecto, sustituyó al chiste y, de cierto modo, sustituyó a la viñeta y la caricatura. Pero el meme es, si se quiere, mucho más mordaz, mucho más sarcástico que irónico. Y no deja de ser revelador que, en espacios como los periódicos, los noticieros e, incluso, los museos y galerías de arte haya tan poco margen para la ironía. Subrayo esto último porque pareciera que en nuestro momento histórico se suele privilegiar la literalidad antes que las sutilezas y las alegorías.
Políticos y pensadores persisten en decir que la democracia atraviesa un momento oscuro. Se habla de polarización y populismos, de discursos de odio y de violencia. Emil Ludwig, biógrafo alemán que padeció la persecución del nazismo, alguna vez dijo que los autoritarismos abominan el humor. Quizás si nos permitiéramos chotear más, reír más, ironizar más, haríamos tanto o más bien por la democracia que militando en un partido político. Y más que de Caín y Abel en el ser histórico de la nación costarricense, de repente, estaríamos hablando de Kokín y Kandler.
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