Durante la segunda mitad del siglo pasado, Irlanda del Norte fue el centro de un encarnizado conflicto bélico que enfrentó a dos bandos: republicanos y unionistas. La división entre ambos grupos obedecía a un criterio religioso. Los primeros profesaban el catolicismo romano y anhelaban la anexión a la católica República de Irlanda, en donde desde 1922 sus hermanos habían logrado la anhelada independencia del gobierno británico; los segundos eran adeptos al protestantismo unionista y bajo esa premisa deseaban permanecer asociados al Reino Unido, Estado cuya nota distintiva y fundacional lo marcaba la ruptura con el papado desde tiempos de Enrique VIII.

La conflagración fue particularmente violenta y echó mano (de un lado y del otro) al terrorismo: emboscadas, linchamientos y atentados con bomba son solo una tríada de ejemplos de la barbarie vivida en distintas ciudades. Semejante nivel de violencia y crueldad fue posible gracias a una poderosa idea: la creencia de que la muerte y la destrucción de la humanidad (ya fuese la propia o la del enemigo) no representaba mayor obstáculo, toda vez que había un “más allá”, “un reino de los cielos” en el cual imperaría una justicia eterna y absolvería a quienes habían lastimado a su prójimo.

Para finales de siglo un compromiso político permitió alcanzar la paz: en 1998 se firmaron los llamados Acuerdos del Viernes Santo (también conocidos como Acuerdos de Belfast), los cuales implicaban no solamente un alto definitivo al fuego, sino la construcción de una marco político-institucional por medio del cual ambos pueblos ponían su mirada en el futuro en un contexto de convivencia pacífica.

Académicos involucrados en el estudio de este conflicto han indagado en las razones que pesaron para que los dos bandos se comprometieran a vivir en paz. Los hallazgos sugieren dos casusas decisivas: la secularización de las personas (con el consecuente abandono de la religión), y el crecimiento económico asociado a la integración dentro de la Unión Europea tanto de la República de Irlanda, como del Reino Unido (del cual Irlanda del Norte era miembro).

El comienzo del siglo XXI demostró muy pronto que la promesa de un orden mundial pacífico había sido tan sólo un efímero sueño tras el ocaso de la guerra fría. Los atentados del 11 de setiembre de 2001 desencadenaron la ruptura del precario equilibrio en una región ya de por sí indigestada de historia: oriente próximo. Desde entonces se han sucedido brutales guerras en Irak, Afganistán, Siria, Yemen e Israel-Palestina. Otra guerra más sutil y silenciosa ha caracterizado las relaciones entre Irán y Arabia Saudita.

Mientras escribo estas líneas el infierno se ha desatado una vez más en Israel y Palestina. El pasado 7 de octubre el brazo militar de la agrupación política Hamás masacró sin reparo a más de 1200 hombres, mujeres, niños y bebés, secuestrando además a otras 200 personas. El acto se dirigió directamente en contra de la población civil.

La reacción de Israel ante esta atrocidad ha generado horror en medio de la población civil gazatí. Si bien originalmente amparadas en la legítima defensa, las fuerzas militares israelíes han respondido en flagrante violación del Derecho Internacional Humanitario; lo cual ha costado alrededor de 30 mil vidas. En otros territorios ocupados por el ejército de Israel y, en papel, gobernados por la Autoridad Nacional Palestina (adversaria política de Hamás), la violencia asume la forma de ocupación y construcción de asentamientos en clara afrenta al Derecho Internacional, lo cual se acompaña de asesinatos y trifulcas esporádicas entre colonos israelíes (usualmente del ala ultraortodoxa del judaísmo) y pobladores palestinos.

En todas las manifestaciones de violencia antes enunciadas aparece de nuevo el común denominador que se observó en el conflicto irlandés (si bien, aquí se expresa con mayor dureza): la renuncia a la humanidad (entendida como una condición finita, terrenal) y la preeminencia de una creencia en el “más allá” que justifica la barbarie.

Los militantes de Hamás que masacraron a jóvenes asistentes a un concierto procedieron bajo la idea de que su causa era justa. Las muertes propias (por ejemplo, cuando se inmolan), lo mismo que las de sus adversarios judíos, les tienen sin cuidado. Todos son mártires que tras su fallecimiento entrarán en un paraíso cuya existencia nunca nadie ha comprobado. Queda claro que el abandono de la humanidad se asienta en la idea de que existe un mundo alternativo, un “cielo” o “paraíso” capaz de limpiar las atrocidades de la existencia terrenal.

Las lecciones derivadas de la experiencia irlandesa explican que cuando los pueblos se secularizan, sus incentivos para hacer la guerra bajan. Es un principio del racionalismo económico: si vivo bajo la certeza de que este mundo es todo lo que tengo, adquiero un incentivo para vivir al máximo mi experiencia terrenal, perdiendo correlativamente el aliciente para destruirme y destruir a los otros en el camino.

La historia también enseña que pueblos otrora guerreros, con niveles de conflictividad altísimos -como los vikingos- dieron un paso hacia convivencias con escasos estándares de violencia, a la vez que abrazaron su humanidad: la certeza de que la vida era valiosa en sí misma. No extraña entonces que los modernos Estados en donde esos pueblos se asentaron (Noruega, Dinamarca, Suecia) sean de los más seculares y pacíficos del mundo actual.

Hoy día los seres humanos hemos adquirido la capacidad intelectual para entender que la experiencia terrenal es la única cuya certeza está probada. Es hora de comportarnos en consecuencia.

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