La construcción del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador ha generado un intenso debate en torno a su efectividad como prisión y su significado simbólico en el contexto de la lucha contra el crimen organizado.
Este proyecto, liderado por el presidente Nayib Bukele, se presenta como una solución radical a la problemática de la delincuencia, especialmente en lo que respecta a las pandillas conocidas como "maras". Sin embargo, más allá de su aparente éxito en contener a los presos, el CECOT plantea serias preocupaciones en cuanto al respeto de los derechos humanos y la moralidad de su funcionamiento.
Las pandillas, conocidas por sus distintivas características físicas y culturales, como los tatuajes, gestos y jerga, han sido objeto de una política de represión cada vez más severa en El Salvador. La construcción del CECOT se benefició enormemente de la identificación visual de los pandilleros, lo que facilitó su encarcelamiento masivo. Además, la destrucción de símbolos asociados a las pandillas, como lápidas y grafitis, así como los allanamientos en los barrios centrales de las maras, formaron parte de la estrategia del gobierno para enviar un mensaje de control absoluto sobre la delincuencia.
La cárcel misma se diseñó no solo como un lugar para albergar a los presos, sino también como un símbolo imponente de autoridad y represión. Rodeada por un muro de concreto de 11 metros de altura y ubicada a 74 kilómetros de la capital, el CECOT se presenta como una fortaleza inexpugnable, donde la comunicación con el exterior se controla rigurosamente. Con capacidad para hasta 12.000 prisioneros, el centro se ha convertido en un monumento a la mano dura del gobierno de Bukele.
Sin embargo, detrás de esta fachada de seguridad se esconde una realidad más sombría. Informes de organizaciones de derechos humanos y testimonios de exreclusos revelan condiciones inhumanas dentro del CECOT, incluyendo hacinamiento, maltrato y falta de acceso a servicios básicos como atención médica adecuada. El régimen de excepción vigente suspende incluso el derecho a la defensa y extiende el plazo de detención preventiva, lo que plantea serias dudas sobre la legalidad y la ética de las operaciones en el centro penitenciario.
El despliegue mediático en torno al CECOT, con imágenes impactantes de traslados de reclusos y declaraciones vehementes de las autoridades, busca reforzar el mensaje de mano dura y control absoluto sobre la delincuencia. Sin embargo, la falta de transparencia en cuanto a la gestión de los fondos de los reclusos y las denuncias de extorsión por parte de los familiares ponen en entredicho la verdadera intención detrás de esta megaprisión.
En última instancia, el éxito del CECOT como cárcel y símbolo de represión debe evaluarse no solo en términos de seguridad, sino también en términos de respeto a los derechos humanos y principios éticos. La lucha contra la delincuencia no puede justificar la violación de los derechos fundamentales de los individuos. Si El Salvador aspira a ser un país donde reine la justicia y el respeto, debe abordar las preocupaciones legítimas sobre el funcionamiento del CECOT y trabajar hacia soluciones que equilibren la seguridad con el respeto a la dignidad humana.
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