Costa Rica ha pasado por fases migratorias importantes. Durante décadas, se dieron fenómenos de flujos internos del campo a la ciudad a raíz de la reconversión productiva de finales de los 70 y los años 80. En esa misma época, se intensificó una inmigración de personas nicaragüenses hacia el país, que sumó grandes presiones a las ya existentes por demanda de suelo, vivienda y servicios en zonas urbanas del Gran Área Metropolitana, principalmente. En años más recientes, los flujos por “movilidad en las Américas” han presentado desafíos inéditos para el país, que todavía a estas alturas requieren de un abordaje integral enfocado en los derechos humanos. Todo esto, mientras se prevén escenarios de corto y mediano plazo en los que las migraciones por emergencias climáticas internas representarán otros retos para los que nuestras políticas públicas, marcos de gobernanza territorial y el sistema de ciudades en general deben prepararse y articularse mejor.

Gracias a su estabilidad política y niveles de desarrollo social relativamente altos en la región, el país ha sido atractor de migración centroamericana, principalmente, y en menor medida de Suramérica y el Caribe. La Encuesta Nacional de Hogares ha reflejado un comportamiento estable en la última década, y coloca la inmigración en el 8.7% de la población total, lo que representa la más alta tasa en América Latina.

Los fenómenos de migración interna campo-ciudad y de inmigración nicaragüense han coincidido en el tiempo, y en buena medida también en el espacio. En su mayoría, se ha tratado de masas de población en busca de oportunidades económicas y de servicios urbanos que, en un alto porcentaje, se asentaron en periferias y zonas metropolitanas en procesos de conurbación y densificación. Muchas terminaron ocupando territorios que aún hoy siguen en disputa, en cuenta gran cantidad de los 585 asentamientos informales que hay en el país, casi la mitad de los cuales están en la GAM (datos MIVAH 2023). Según el más reciente Censo Nacional, alrededor de un 17% de los habitantes de estos asentamientos autoconstruidos es de origen extranjero; muchos se han mezclado con costarricenses o han tenido hijos nacidos en el país, y han constituido vibrantes comunidades binacionales en diversas zonas. Pese a ello, por la condición de las jefaturas de hogar, se trata en numerosos casos de hogares que no pueden ser atendidos por los programas de vivienda social del Estado, y se ven excluidos por ello de opciones viables de acceso a hábitats más adecuados.

Aunque el Sistema Financiero Nacional para la Vivienda (SFNV) ha destinado un 10% de sus recursos a subsidios y créditos para hogares extranjeros, el gran volumen de personas indocumentadas que no puede ser atendido es un reto histórico que el Estado costarricense y los gobiernos locales tienen aún por resolver. Esto ha incidido en el incremento y consolidación de asentamientos para los que se carece de mecanismos financieros suficientes que permitan regularizarlos vía programas de mejoramiento barrial y renovación en sitio, lo que incrementa algunas brechas estructurales históricas de los marcos normativos y de política pública en esta materia, a pesar de que la fuerza laboral migrante aportó el pasado año más del 9% del crecimiento económico y representa un 11,1% del aporte al valor agregado bruto del país, según un estudio de la CEPAL de 2022.

Por otro lado, Centroamérica se ha convertido en un corredor migratorio para personas del sur del continente que desean llegar por vía terrestre a los países del norte. A inicios de año, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas estimó que cientos de migrantes de esos flujos se encontraban en albergues o varados en sitios públicos de Costa Rica, especialmente en la capital cerca de ambas fronteras. Actualmente, según esta Organización, los albergues se encuentran en su capacidad máxima, con tiempos de estadía promedio de más de una semana. Esta situación aumenta la necesidad de acceso a alojamientos para poblaciones en tránsito (71% de origen venezolano, según datos de autoridades panameñas), e incrementa el riesgo de poblaciones vulnerables, como mujeres e infantes. La mayoría viaja en grupos, e identifica como una de sus principales dificultades el no contar con sitios seguros para dormir. La OIM ha procedido a la apertura de 11 centros migratorios en municipios claves para estas rutas, pero este esfuerzo es insuficiente si las autoridades locales no participan de manera más decidida en articular respuestas integradas. Además, la necesidad urgente de reforzar los mecanismos de gestión de la migración humanitaria se ha puesto de manifiesto con las recientes tormentas tropicales, que han limitado temporalmente la movilidad, amenazado la vida de migrantes sin refugio y complicado los esfuerzos de respuesta.

Otro fenómeno al que urge prestar atención es el de las migraciones forzadas por el cambio climático, riesgos y emergencias relacionadas. Este es un tema todavía más incipiente para el cual el país se debe preparar desde una visualización sistémica de escenarios por venir, en donde las implicaciones territoriales informen y orienten más a la visión sectorialista predominante. Pese a que se ha tratado en años recientes de apostar por estrategias de descentralización mediante impulso a polos de desarrollo regionales vinculados a ciudades intermedias, las  capacidades instaladas no son consistentes con las proyecciones de demanda que van a implicar los previsibles flujos hacia esos centros y subcentros regionales, y tampoco hay prospecciones claras sobre futuras demandas de suelo, vivienda y otros servicios que van a requerir los reasentamientos de corto plazo por acciones preventivas o atención de desastres.

Pese a la poca experiencia en atención humanitaria a grupos migrantes en tránsito, ha habido ejemplos de adecuada articulación entre instituciones públicas, municipios y otras organizaciones para abordar crisis humanitarias derivadas; no obstante, en estos procesos ha costado articular el tema del alojamiento temporal como un recurso permanente y estable. Es necesario dejar de ver esto como un fenómeno coyuntural y, por el contrario, asimilarlo como algo permanente. Se hace necesario implementar un sistema de albergues temporales conectado con servicios de información, atención social, alimentaria y de salud, que permitan a la vez recopilar datos más detallados (el levantamiento sistemático de información sobre migrantes sigue siendo una debilidad). Este sistema de atención desplegado en el territorio debe operar no solamente como un recurso temporal administrado en situaciones de emergencia declarada, sino constituirse en una operación multiactor que pueda irse consolidando y mejorando conforme a la acumulación de experiencias.

Otra ventaja que esto ofrecería es que dicha estrategia y programa podrían escalarse eventualmente a la implementación de respuestas integrales para la atención de migraciones climáticas. Los programas de vivienda para atención de emergencias carecen de un enfoque transicional adecuado, y no están vinculados a planes de relocalización que contemplen la importancia de manejar capacidades instaladas para reaccionar a corto plazo.

En cuanto a la integración y reivindicación del derecho a la ciudad para poblaciones migrantes que por décadas se han consolidado en asentamientos informales o irregulares, una prioridad de política pública y de enfoque programático debe ser el impulso decidido de proyectos de integración sociourbanística. Desde antes incluso de la creación del SFNV, el énfasis de los programas habitacionales ha sido altamente “viviendista”, en detrimento de una visión más amplia y sistémica que privilegie el hábitat (y entorno) adecuado como condición inherente de la calidad de vida y acceso a mejores oportunidades de desarrollo humano. La dotación de servicios básicos y sociales, mejores equipamientos urbanos, espacios públicos y redes de conectividad son factores claves para procurar una mayor justicia espacial y territorial que incluya a poblaciones extranjeras -o mixtas- que ya tienen arraigo.

Asimismo, es necesario ampliar y diversificar la oferta de modalidades, mecanismos y programas habitacionales, con el fin de topar mejor la oferta con una demanda cada vez más heterogénea y compleja que sigue quedando por fuera de los programas estatales. Una opción para ello es procurar la regularización de modalidades alternas como las “cuarterías”, que desde hace años operan en el país y representan para miles de hogares y personas su única alternativa a la calle, pero a las que urge mejorar sus condiciones de seguridad e higiene, principalmente. Ciudades como Medellín han logrado articular gran parte de esta oferta de “inquilinatos” mediante estrategias de incentivo a su mejoramiento y formalización sin que pierdan su asequibilidad y rentabilidad, lo que ha ayudado en la atención de importantes sectores de la población que de otra manera se verían empujados a la precariedad y riesgos mayores.

La movilidad humana es un fenómeno que seguirá creciendo conforme a las crisis climáticas, políticas y económicas de la región, y tanto nuestro sistema de ciudades, su gobernanza y su planificación deben incorporar visiones y estrategias claras que fomenten su capacidad de adaptación, resiliencia e inclusión. Lo peor que podríamos hacer es permitir y darle espacio a los estigmas y tabús que todavía resuenan en las discusiones relativas a la temática. Este es, dicho sea de paso, un momento oportuno para preguntarle a las candidaturas municipales sobre su visión y propuestas al respecto.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.