A finales de setiembre del presente año, apareció en el periódico estadounidense The New York Times el artículo: The animals are talking. What does it mean? (Los animales están hablando. ¿Qué significa?). Se trata de un reportaje elaborado por la periodista de divulgación científica Sonia Shah, en el que se mencionan investigaciones recientes con animales en los campos de las neurociencias, la biología evolutiva y los estudios etológicos. Como el título indica, la publicación destaca avances científicos en el área de la comunicación animal, relacionados con el lenguaje y las capacidades vocales de especies no humanas.

La lectura, que recomiendo ampliamente, me dejó sin embargo con algunas inquietudes a las que me gustaría referirme de forma breve. Para comenzar, considero que resulta pertinente traer a colación dos preguntas que vienen planteando las humanidades ambientales y los estudios multiespecie desde hace ya algunos años: ¿Cómo vemos a los animales?, ¿De qué modos los tornamos visibles?

De hecho, el artículo de Shah también comienza con un interrogante: ¿Puede un ratón aprender una nueva canción? No cabe la menor duda de que se trata de una cuestión fascinante y, al mismo tiempo, polémica. Ella misma confiesa que la pregunta puede ser caprichosa. A mí, en cambio, me parece que es pretenciosa, lo que tampoco significa que niegue el genio artístico o el talento musical de los ratones; todo lo contrario, parto del hecho de que los animales no solo están hablando, sino que ellos jamás dejaron de hacerlo, a pesar de los muchos silenciamientos a los que les hemos sometido históricamente (lo que incluye, claro está, las crisis de extinción masiva de especies por causa de las actividades predatorias y extractivistas).

No obstante, el problema que identifico es que la pregunta puede ser capciosa. Hay una diferencia entre las actividades “hablar” (o “cantar”) y “aprender” que no solo es de grado, sino también de tipo. Una cosa es reconocer que existe una diversidad de lenguajes otros-que-no-humanos, sobre los que sabemos poco o nada, y otra muy distinta es el interés en comprobar la hipótesis de que los animales tienen la habilidad de aprender (o imitar) una pauta comunicativa bajo ciertos estándares de laboratorio.

Como plantea la crítica de arte Marion Zilio, la principal limitante es que cuando pensamos el mundo acabamos reduciéndolo a nuestro propio reflejo; a menudo convertimos nuestras interacciones con otras vitalidades en “un juego de espejos que cierra la mirada sobre sí mismo”. Las palabras de Zilio son una crítica al antropocentrismo que tarde o temprano (muy pronto, en la mayoría de ocasiones) acaba imponiéndose en las investigaciones con otros-que-no-humanos. Esa tendencia también se aprecia en el artículo de Shah, que rápidamente da un giro argumentativo para detenerse en la cuestión de cómo surgió el lenguaje en nuestra especie.

El propósito del artículo entonces parece ser otro. Más que un deseo genuino por comprender el canto de los ratones da la impresión de que el objetivo es demostrar que los humanos (el grupo de investigadores a cargo del estudio, en este caso) enseñaron a los ratones a cantar. Podemos especular, por ejemplo, sobre las conclusiones tan distintas a las que se llegaría si en lugar de la pregunta: ¿puede un ratón aprender una nueva canción?, preguntáramos: ¿puede un humano escuchar el canto de los ratones?

A fin de cuentas, es de eso de lo que se trata: de la manera en que afectamos y somos afectados por vitalidades otras-que-no-humanas, animales, plantas, e incluso la materia que consideramos inerte, como los minerales y fósiles. Entonces, ¿qué es lo que los otros animales intentan decirnos y qué tan dispuestos estamos a escuchar? El hecho de que se haya ensordecido quirúrgicamente a varios ratones para que sirvieran de grupo experimental en las pesquisas no nos debe resultar indiferente. Privar a esos individuos de la musicalidad del mundo para comprobar la posibilidad de un agenciamiento de la especie no justifica la tortura física.

Vinciane Despret, psicóloga y filósofa de la ciencia, califica esas prácticas de “fábricas de docilidad”, en las que los experimentos se orientan a establecer condiciones determinadas para que los animales se adecuen a los hábitos cognitivos de los científicos. El éxito del experimento equivale a comprobar que los animales “hacen” lo que se les pide, convirtiéndolos en autómatas que reproducen el algoritmo programado a partir de ciertos estímulos.

Para Despret, ese sigue siendo el punto ciego de las pruebas “de inteligencia” en los animales, como las llamó el biólogo estonio Jakob von Uexküll a principios del siglo XX. Se trata también de otra forma de antropomorfización, una más sutil y peligrosa, porque “bestializa” a los animales que no se someten; aquellos individuos, como dice Despret, que oponen “una actitud menos complaciente y sobre todo menos pragmática” en relación con las expectativas de los equipos de investigación. En el caso de los experimentos de lenguaje también opera un cierto reduccionismo, que aparece cuando se entiende el lenguaje como un sistema puramente referencial, que solo serviría para designar cosas. “Es una concepción sumamente restrictiva”, argumenta la psicóloga.

También debemos preguntarnos por lo que está en juego en esas investigaciones, y qué importancia tiene para el actual momento de crisis ecológica antropocéntrica. Resulta evidente que necesitamos imaginar modos novedosos para aproximarnos a la vitalidad del mundo, por medio de interacciones que permitan generar las aberturas relacionales y afectivas que las especies otras-que-no-humanas demandan de nosotros. De acuerdo con la filósofa Isabelle Stengers, es imperativo desacelerar las actividades científicas, de modo que nos tornemos capaces de despertar una consciencia ligeramente diferente de los problemas y situaciones que nos movilizan. Un quehacer científico más lento nos puede ayudar a reflexionar de forma más adecuada sobre las maneras cómo reaccionamos ante la presencia de “múltiples otros” y ante lo que nos (con)mueve y nos hace reaccionar. Esto es válido tanto para el personal científico como para cualquiera de nosotros. Las intenciones importan porque ellas son fundamentales para la construcción de relatos sobre la coexistencia multiespecie.

Donna Haraway señala que debemos desarrollar el arte de prestar atención. Ver a los animales de modo diferente significa “aprender a responder y a responderse, a ser responsable”. Devolver la mirada no es suficiente cuando se trata de una disyuntiva en la que las únicas opciones son la continuidad o el desaparecimiento de mundos de vida completos. Ese hecho nos interpela no solo de forma ética, sino también onto-política.

La manera en la que definimos las escalas de valor y utilidad con relación a los servicios ecosistémicos “que nos brindan” algunos animales también precisa ser discutida de forma explícita. El inverso de esas metodologías de valoración socioeconómica, y en menor medida cultural, es el dispositivo de control y aniquilación de las “especies plagas e invasoras”. Se trata, por ende, de dos caras de la misma moneda, y en ninguna de ellas es posible alegar neutralidad axiológica. Así, devolver la mirada es tornar visible una política de temporalidades y espaciamientos que nos permita seguir habitando el planeta con base en lógicas de cuidado compartido y relaciones de proximidad sensibles al aprendizaje intuitivo de mundos de vida que son más-que-humanos.

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