A los veintitantos años, por idealismo o por ingenuidad, yo estaba convencido de que todos los males de nuestra sociedad sólo se resolverían mediante una revolución socialista que transformara por completo la estructura económica y el orden existente. Sin embargo, conforme fueron pasando los años me fui dando cuenta de que la supuesta revolución no sólo se hacía cada vez más improbable, sino que empecé a cuestionarme si se trataba de un horizonte deseable. Una revolución significaba necesariamente la imposición de un nuevo orden y la destrucción de las instituciones existentes en función de un ideal de sociedad que no todos compartían y por lo tanto exigía el uso, en mayor o menor grado, de la fuerza y la violencia, algo en lo que las grandes revoluciones del siglo XX nunca escatimaron.

Pero, además, con el paso de los años empecé a valorar cada vez más ciertos logros alcanzados por la humanidad en el ámbito político, primero en la Antigua Grecia y siglos después en Europa occidental. Logros tales como la igualdad ante la ley, las garantías individuales o la división de poderes, todos ellos fundamentos de lo que hoy conocemos como democracia.

La democracia es mucho más que el gobierno de la mayoría. Ya hace más de dos mil años Aristóteles consideraba que un gobierno de la mayoría era una desviación del buen gobierno y sostenía que la tiranía de uno es tan condenable como la tiranía de muchos. Más recientemente, Bertrand Russell subraya que lo que distingue a la democracia no es la imposición de la voluntad de la mayoría sino más bien el reconocimiento de los derechos de las minorías, lo que Hannah Arendt denomina el “derecho a tener derechos”.

Vivir en democracia implica reconocer las diferencias y la diversidad inherentes a las sociedades contemporáneas. En ella caben liberales, conservadores, socialistas, comunistas, socialcristianos o socialdemócratas por igual. La única condición que todos deben cumplir es el reconocimiento de la legalidad y la renuncia al uso de la violencia. En la democracia se sustituye la razón de la fuerza por la fuerza de la razón.

Por eso, cuando en una sociedad la mayoría renuncia a la discusión racional y empieza a creer que la solución a los problemas no surgirá del diálogo y la discusión racional de ideas sino del criterio del Líder que supuestamente representa la voluntad del pueblo, la democracia se transforma en populismo autoritario. La discusión política se convierte entonces en una lucha entre amigos y enemigos, en una burda caricatura donde se enfrentan los impolutos buenos contra los malvados corruptos y donde las elecciones se convierten en un fin en sí mismo para ratificar la voluntad popular contra una inicua minoría privilegiada.

Las pasadas elecciones evidenciaron que Costa Rica, a pesar de su estabilidad y su solidez institucional, no era inmune a esta ola autoritaria. Todavía estamos a tiempo de salvar nuestra institucionalidad democrática y nuestro Estado de derecho. ¿Estaremos dispuestos a luchar por ellos?

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