Alguna vez fuimos el país del café. Ya no lo somos. Pero la simbología del grano está en nuestras vidas casi que a diario. Los más jóvenes todavía leen en la escuela que el café nos hizo modernos y que nuestra identidad nacional surgió entre canastos y carretas cargadas del grano.

Nada de esto es falso. Aunque es cierto que a veces contamos esta historia con un chovinismo poco saludable. Ocultamos relatos de nuestro pasado cafetalero que nos resultan incómodos y que no calzan con un ayer idílico. No nos gusta hablar de sus colores grises.

Hoy el café se ha convertido en algo así como una identidad-souvenir. Cuando un extranjero nos pregunta, decimos que Costa Rica ya no es una república cafetalera. Es una república tecnológica, que fabrica chips. Y es una república ecológica, que protege bosques. El café es una memoria, una nostalgia con valor comercial.

Vayamos a una tienda en algún lugar turístico. Allí abunda el café. Los campesinos y sus sombreros, los bueyes y las carretas, los sacos de café y las casas de adobe se han convertido en pequeñas figuras de plástico y resina, hechas váyase a saber dónde. Es una Costa Rica en miniatura congelada en el tiempo. Es un país imaginario de un Gulliver cafetalero que los turistas ponen luego sobre la mesa de la oficina o en el refrigerador de su casa.

Luego tenemos al café en la mesa y en la cafetería. Este es otro café. Ya no es solo bebida. Es un café de altura, es un producto gourmet. No es el café que se tomaba antes, algunos dicen. Es sofisticado y casi un coctel. Más postre que bebida. Es el café “gentrificado”. Más que café, es un momento “starbuckiano” para tomar café. Es estatus hecho cafeína.

Todo esto coexiste con una Costa Rica cafetalera que ignoramos e incluso negamos. Olvidamos que hay decenas de miles de familias dedicadas al café y decenas de miles de hectáreas sembradas del grano. Mucha Costa Rica aún. Una Costa Rica aquejada por los malos precios, por las deudas, por el cambio climático y por un cambio generacional que no termina de cuajar.

¿Y pensamos en quién cosecha el café? Imaginen que vamos desde la taza de café de hoy por la mañana, pasando por el supermercado donde compramos el paquete, por el intermediario o por la tostadora que lo empaca, por el beneficio que lo procesa, hasta llegar al cafetal: al momento justo en que una mujer o un hombre toma con su mano la bandola y con habilidad separa los granos rojos de los verdes.

Esa mano posiblemente no es tica, es nicaragüense o indígena. ¿Sabemos su historia, cómo vive, cómo viaja a Costa Rica?, ¿Lo que deja en su tierra, a quiénes deja y por qué los deja?, ¿Sabemos sus condiciones laborales en Costa Rica, si sufre discriminación, si es explotado, si es violentada en modo alguno? Seguramente que no.

El momento exacto en que el grano pasa del cafeto al canasto no puede ser nunca un souvenir. No queremos que lo sea. No les interesa a los turistas ni a nosotros mismos. Es un “momento inmigrante”. No es un “momento starbuckiano” o “pura vida”. No hay estatus ni algarabía: hay silencio.

Ese momento es una hora de la vida de alguien. Es una hora que nosotros ya no usamos. Una hora dispuesta para viajar, estudiar o para dedicarnos a otra cosa más rentable. Y no está mal que sea así. Lo que está mal es que no reconozcamos el costo de oportunidad que está detrás de esto. Lo que ganamos con no tener que recolectar el café como lo hicimos treinta o más años atrás.

La pandemia nos enseñó muchas cosas. Una muy importante: el café no puede producirse sin el aporte del trabajo de las mujeres y los hombres que dejan sus tierras para venir al país. No hay forma alguna que exista sin ellas ni ellos. Hagamos los números: son millones de horas-trabajo que nuestra sociedad ya no puede generar. Si abandonan sus vidas para permitirnos tener nuestras vidas, ¿podrían dejar de ser el punto ciego de nuestra caficultura?

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