De acuerdo con la mitología griega, Midas, el rey de Frigia, podía convertir en oro todo lo que tocara. La leyenda afirmaba que Midas convirtió a su hija en estatua y murió de hambre debido a su extraño poder, que en realidad era una maldición.
Douglas Rushkoff, experto en tecnología, recientemente dijo estar listo para abandonar el mundo digital; se decepcionó del rumbo que la humanidad ha dado a los inventos e innovaciones tecnológicas que, con potencial de ser aliados para el verdadero desarrollo, se habían convertido en un riesgo para la seguridad y una palanca para profundizar las desigualdades y la inequidad. No es casualidad que en la lista de los hombres más ricos del mundo estén los dueños de Amazon, Microsoft, Google y Twitter. Las compañías llamadas más “valiosas” son tecnológicas.
Russkoff menciona en sus las charlas cómo se desarrollaron los hechos: casi siempre un grupo de jóvenes, algunos aún en su pubertad, encerrados en un garaje, crearon nuevos algoritmos y dieron en el clavo para ofrecer algo nuevo: soluciones para resolver viejos y conocidos problemas, o bien, dar la oportunidad de acceder a algo innovador, divertido y relevante. ¿Recuerdan la historia de Apple con Steve Jobs?
Luego estos jóvenes, con barbas y experiencias incipientes, fueron descubiertos por inversionistas, o venture capitals, y seducidos con la promesa de sacarlos del garaje y ponerlos en una gran oficina en el último piso del edificio, con la mejor vista a la ciudad, vendieron el alma, entraron en el juego tóxico, individualista y depredador del capitalismo y algunos de ellos, perdieron su apuesta y hasta terminaron por ser expulsados de sus propias empresas. Volvemos a la historia de Steve Jobs y Apple.
Son tantas las ideas maravillosas que produce la creatividad humana y que cuando van abriendo las alas y alzan el vuelo, salen a toparse de frente con el ave rapaz de la avaricia. Los idealistas emprendedores terminan tomando el lugar de la presa, y entre la confusión y la distracción, se van debilitando en sus propósitos “superiores”. Entonces vienen las críticas, las explicaciones, los conflictos o litigios, y al final se vuelven carroña para el sistema.
Algunos ejemplos vienen de la economía colaborativa, como lo fue en su arranque Airbnb o las aplicaciones de movilidad. Empezaron con la perspectiva clara: hay familias con espacios libres en su casa, y hay muchos viajeros buscando hospedaje a un precio asequible, hagamos algo para que se conecten entre ellos. Hay muchas personas con autos subutilizados y con tiempo libre, y otros que necesitan moverse, conectémoslos también. Fueron ideas maravillosas y circulares que planteaban el uso de recursos ya existentes y ociosos para ofrecer oportunidades de mejorar ingresos y distribuir la riqueza; eran ejemplos de conexión entre personas reales.
En pocos años, con el toque de Midas, tales propuestas de economía colaborativa se han convertido en otra cosa, en enormes corporaciones con call centers globalizados y largas filas de atención, llenas de pagos de comisiones y conflictos sociales por evasión de impuestos o competencia desleal; y por el otro lado, personas que compran a crédito nuevos vehículos y emplean a dos o tres choferes en condiciones de informalidad. Los tiempos de autos limpios y mentitas de cortesía terminaron.
Otros alquilan o compran nuevas propiedades que pertenecían a otro mercado y nicho, y las suman a la oferta de habitaciones compartidas, incluso los hoteles se meten a competir contra esa habitación extra que tenía aquella familia para ofrecer.
Un influencer cuenta que empezó a recomendar restaurantes en sus redes sociales para apoyar a los emprendedores durante la pandemia. Sus visitas y opiniones eran tan efectivas que los locales recibían muchos más comensales. ¡Qué maravilla, el toque Midas! Entonces lo empezaron a llamar cada vez más comercios hasta que tuvo que poner precios. Las críticas comenzaron a llover cuando los seguidores vieron el tarifario y entonces las recomendaciones de las comilonas abundantes dejaron de ser tan apetitosas. También el auto para traslado al restaurante, el gimnasio para gastar las calorías ingeridas y hasta la pasta dental son parte del paquete.
Y un último caso: la piña rosada. Estoy de acuerdo con que los procesos de investigación y desarrollo tienen un costo, pero ¿deberíamos tener el derecho de patentar una especie de fruta modificada para el consumo masivo y asignarle precios para una élite?
Resulta que una empresa dice que trabajó muchos años en investigación para desarrollar la nueva variedad de piña de color rosado; la estrategia de comunicación logró poner la piña en el plato de las Kardashians y ¡wow el toque Midas! ¡Piña rosada de Costa Rica! Vas al supermercado, la compras y la empacas en tu bolsa reutilizable de Louis Vuitton (marca #10 del ranking de valor global).
Pues ahora la piña rosada apareció en otros puntos de venta y la empresa dice que le robaron las semillas. Vendrá la investigación, los litigios y los honorarios para una parte del sistema que siempre se beneficia del conflicto, y la gestión de comunicación pasará de la foto de la socialité a la gestión de crisis por una piña (y no por sus agroquímicos).
Mientras un tercio de la población del planeta vive con hambre, en guerra y en medio de la desolación, el otro tercio persigue el sueño del Rey Midas, de convertir todo en oro, del crecimiento exponencial de la economía a partir de los recursos finitos y ya en escasez. ¿Tendrá el síndrome Midas una oportunidad de rehabilitación antes de que sea demasiado tarde y muera de hambre?
Termino con tres frases que aunque circulan mucho, nunca reciben suficiente atención:
- “Si realmente crees que el ambiente es menos importante que la economía, intenta aguantar la respiración mientras cuentas tu dinero”, Guy McPherson, científico estadounidense.
- “Sólo después que el último árbol sea cortado, sólo después que el último río haya sido envenenado, sólo después que el último pez haya sido atrapado, sólo entonces nos daremos cuenta que no nos podemos comer el dinero”, nativos americanos.
Y mi favorita de estos días: “Paren el mundo, que me quiero bajar”, Mafalda.
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