Hay dos narrativas que se enfrentan al intentar dar cuenta de los sucesos insólitos que ensombrecen nuestras maltrechas sociedades occidentales (desde sangrientos tiroteos en escuelas hasta suicidios inducidos por bullying). Estas dos narrativas son expresión de visiones de mundo discordantes.

Por un lado, la narrativa progresista que achaca estos sucesos, en parte, a la masculinidad nociva que propicia nuestra cultura, con su énfasis en la superioridad de las virtudes masculinas sobre las femeninas, su obsesión por el control y el miedo a la pérdida de autoridad.

En parte, también, a las desigualdades sociales producto de un capitalismo global desbocado y de unas instituciones públicas sin espacio de reacción para frenar el debilitamiento de la ciudadanía, desde el punto de vista político, y de la clase media, desde el punto de vista económico.

Por otro, tenemos a la narrativa conservadora que achaca estos mismos sucesos, en parte, a la desintegración familiar producto, según va el cuento, de la liberación y empoderamiento de la mujer que opta por criar a sus hijos sola sin la presencia de la figura paterna, que sería la encargada de dar estructura, fortaleza moral y provisiones materiales a la familia.

La mujer que cría a los hijos sola sin presencia del hombre es la causante tanto de la precaria situación de la economía doméstica que, para peores, la obliga a depender del Estado (que el padre-esposo saliera a traer el pan de cada día y la madre-esposa se quedara en la casa sin recibir salario cuidando de los niños y atendiendo al marido parecería ser el modelo de familia y unidad económica ideales) como de la homosexualidad y otras formas de sexualidad no basadas en la subordinación 'natural' del mal llamado sexo débil frente al sexo fuerte.

En parte, también, a las deficiencias de carácter de los pobres y de los que se han quedado atrás. Son culpables porque no trabajan duro y ahorran como aquellos que sí lo han logrado. Éstos últimos son los bendecidos de la nueva teología de la prosperidad, que no se diferencia mucho de aquella teología protestante de inicios de la modernidad que le prestó espíritu al capitalismo. Pero la diferencia con aquel capitalismo, es que el de ahora adolece de espíritu, la prosperidad material no logra llenar el miserable vacío de nuestras cómodas vidas.

Y aparece así, en la escena, el populismo, que promete irradiar los corazones de una nueva esperanza alimentada por el miedo y la indignación. Sin soluciones el populismo avanza a una velocidad estrepitosa en las democracias seculares, las que una vez fueron el pañito de dominguear de las sociedades occidentales. Una nueva era de emociones desbordadas aflora en el terreno árido del racionalismo ilustrado, aquel que no pudo cumplir su promesa de progreso infinito.

Ante lo que se ha perdido en nuestras sociedades multiculturales (p. ej. la cohesión y el capital social de que disfrutan las sociedades más homogéneas), la narrativa progresista se aferra a las cosas buenas que ello ha traído. Y no es poco, porque lo que ha traído no sólo es una riqueza y diversidad cultural sin precedentes en la historia de la humanidad, sino también la expansión de nuestro 'horizonte moral', al decir del afamado eticista australiano Peter Singer, expresión del pensamiento moral postconvencional.

Lo interesante de este fenómeno, que es posibilitado por la inmigración, es que aunque los conservadores lo ven con buenos ojos, en especial cuando se benefician de la mano de obra barata que les provee la inmigración, no intentan expandir su 'horizonte moral' y terminan encerrándose en el pensamiento convencional creyendo que el mal radica en el Otro, y, por tanto, hay que mantenerlo en estado de segregación para que no los contamine (los pobres y los desviados no deben acercarse a sus barrios, escuelas y, mucho menos, a sus familias). Estamos en una situación inédita y bastante compleja por resolver.

Si bien la forma en que los conservadores le dan sentido a su mundo contiene un momento de verdad, por ejemplo, es entendible que la pérdida de privilegios, estatus y hegemonía cultural asuste a cualquiera, que nos harte la falsa superioridad moral de ciertas facciones del movimiento progresista y el rechazo por ignorancia o por conocimiento de causa de la postmodernidad ¡ay la posmodernidad! Que se expande como un virus en la Academia dañando la reputación de la ciencia y la libertad de disentir de lo políticamente correcto, todos estos fenómenos sirven, a fin de cuentas, para justificar y reforzar el mantenimiento de muchas actitudes reaccionarias.

A pesar de ello, hay que decir que los progresistas cuentan con una llave para lograr entender y visualizar un mundo en que el miedo y el prejuicio no dicten las políticas (incluidas las económicas) que han de regir la integración y la reconciliación sociales. Ello no implica que la solución se vaya a dar sólo desde un lado, sugiere sí desde qué lado vendrán las primeras iniciativas.

Las dos narrativas con las que inicié esta reflexión han de someterse, claramente, al tribunal de la evidencia para reclamar su verdad. Tengo la impresión de que la primera en este aspecto conserva su ventaja, sin embargo no hay que olvidar que ninguna se puede desechar sin más en tanto que son parte esencial del universo simbólico del emisor y es, a través de ellas, que podemos acceder realmente a su mentalidad y a sus resortes motivacionales.

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