Este 3 de marzo se celebró el Día Mundial de la Vida Silvestre, como fuera proclamado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, a finales de 2013. La fecha conmemora la firma de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres, suceso que ocurrió en ese mismo día, en 1973.

El acontecimiento representa una conquista diplomática importante, y lo es aún más si tenemos en cuenta que los tiempos actuales están marcados por nuevas crisis de extinción masiva (siempre de otras especies, nunca de la nuestra), y las amenazas socioecológicas de todo tipo; incluyendo, por supuesto, las virológicas y, en consecuencia, el riesgo de nuevas pandemias y enfermedades zoonóticas.

Posicionémonos, entonces, como seres sensibles y vulnerables; sin que ello implique necesariamente el abandono de nuestra capacidad racional y pensamiento crítico. En cambio, me gustaría proponerles otro tipo de ejercicio intelectual. Me refiero a abrir perspectivas. Veamos esto, ustedes y yo, como una invitación a dejarnos envolver en —y por— la emergencia de ecologías afectivas, que demandan otro tipo de relacionamiento con la vitalidad circundante y la diversidad de organismos con los cuales compartimos el planeta.

Y es que en conmemoraciones como esta es difícil salir(se) de las categorías —y categorizaciones— antropocéntricas; es decir, las creadas por el Hombre en función de su percepción de mundo, beneficio material inmediato y modo capitalista de vida. Y debo aclarar: este Hombre al que hago referencia, con la H mayúscula, es una categoría heredada de la modernidad europea, un proyecto desarrollista basado en ideales de raza (blanquitud) y género que dio lugar al extractivismo predatorio y a la violencia colonial que continúa hasta nuestros días. Así como no podemos pensar la continuidad del colectivo humano en términos de ese Hombre abstracto, pero con consecuencias muy reales; tampoco podemos pensar nuestra propia sobrevivencia en cuanto especie sin replantearnos las condiciones de la (co)existencia con otras vitalidades no humanas.

Estoy seguro de que muchas personas encuentran el título de este artículo problemático. ¿Celebrar bichos raros y feos? O más escandaloso todavía, ¿celebrar bichos que son perjudiciales? ¿De qué clase de broma de mal gusto se trata? Sin embargo, ese malestar es sintomático del mito de la excepcionalidad humana. La tendencia a considerar nuestra condición como superior a la del resto de las especies. De modo paradójico, la ciencia y la tecnología modernas nos colocaron en ese pedestal que resultó demasiado cómodo. ¡Congratulémonos!

Nos atribuimos el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de otras especies. Criterios como especie plaga o invasora nos ayudan a administrar con burocracia y planificación a cuáles seres protegemos y a cuáles aniquilamos. Una vez más, las categorías de las ciencias biológicas y agronómicas modernas resultan una verdad irrenunciable.

En conmemoraciones como esta nos resulta fácil hablar de sostenibilidad ambiental. Los esfuerzos gubernamentales han sido proactivos en la identificación de especies carismáticas, principalmente de fauna, que ayudan a posicionar al país en el epicentro del turismo ecológico. La danta, el jaguar, el oso perezoso hoy representan verdaderos emblemas de las ecologías afectivas, motivan la ternura y el asombro, y de paso contribuyen a mover los motores de la economía verde. Claro, los entendidos podrán criticarme, recordando el rol ecosistémico de ciertas especies.

Sin embargo, sostenibilidad no es lo mismo que conservación, y conservación no es lo mismo que justicia… que justicia multiespecie. Debemos preguntarnos por las alianzas significativas y por la construcción de valores positivos en torno a especies que nos resultan extrañas o desagradables. Piensen, por ejemplo, en coyotes, mapaches o taltuzas. La presencia de estos grupos de animales es común en territorios como la zona norte de Cartago. En comunidades como San Gerardo de Oreamuno, las ecologías de proximidad que se establecen a partir del contacto cotidiano con esas especies crean posibilidades distintas de coexistencia que están comenzando a ser estudiadas.

Estoy seguro de que investigaciones de este tipo pueden ser replicadas en cada localidad del país, y generar conocimiento oportuno sobre especies relativamente alejadas del foco de la atención popular. En San Gerardo, el interés por el coyote incrementó de modo significativo desde los primeros meses de la pandemia, dado el aumento de los avistamientos. Recientemente, jóvenes pertenecientes al Comité de deportes y recreación de esa comunidad incluyeron en el logo oficial de la organización la silueta de un coyote que aúlla, en dirección a la luna. Este grupo de personas se encuentra trabajando en una iniciativa local que pretende, con ayuda de establecimientos comerciales, emprendimientos turísticos e instituciones públicas, crear rutas de senderismo basadas en el reporte de avistamientos en las fincas y bosques. ¿Alguna vez ha escuchado a los coyotes aullar? Bueno, es una experiencia de la que nadie debería privarse. ¿Y, que le parece, si complementa ese momento con una sana caminata y hermosas vistas del paisaje?

¿Qué sabe usted de la taltuza? ¿Una rata? ¿Un topo? Es probable que al buscar en internet usted se encuentre con información sobre una plaga vertebrada que causa estragos en la producción agrícola, principalmente de hortalizas. Recientemente (2022), un estudio publicado por la Current Biology causó sensación en el mundo científico al revelar que las taltuzas son, junto con los humanos, la única especie de mamíferos capaz de cosechar las tierras. National Geographic incluso llamó a esta especie de roedor, en un artículo a propósito del estudio, como los verdaderos precursores de la agricultura. ¿Acaso un nuevo motivo para encontrar similitudes en lugar de resaltar nuestras diferencias? En las zonas próximas a los Parques Nacionales Volcán Irazú y Turrialba, la taltuza es apreciada por su sangre; la cual, según el conocimiento indígena, es beneficiosa para las dolencias respiratorias como el asma. Me pregunto y le pregunto, ¿qué tanto interesan e importan esas vidas? ¿Qué tan necesarias son estas historias y las personas que las cuentan para el pensamiento ecológico y para las prácticas reales de conservación y protección de la vida silvestre? Yo considero que importan o, al menos, que nos deberían de interesar más de lo que estamos dispuestos a aceptar.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.