“¿En qué momento se jodió el Perú?”, se preguntaba Santiago Zavala en Conversación en la Catedral, una de las mejores novelas del escritor peruano Mario Vargas Llosa. Cuando Vargas Llosa escribió esta novela hace más de cincuenta años probablemente ni siquiera se imaginaba que en las siguientes décadas los eventos en su país superarían con creces a la ficción: Sendero Luminoso y su sangrienta estela de muerte y dolor, el triunfo electoral arrollador de un carismático joven llamado Allan García y el desastroso final de su gobierno, Fujimori y su siniestra mano derecha Montesinos… Todo ello parece más bien sacado de una novela de realismo mágico que la historia reciente de esa nación sudamericana.

En los últimos diez años he tenido la oportunidad de recorrer gran parte del Perú, desde su frontera norte con Ecuador hasta su límite sur con Chile y el desierto de Atacama, desde Lima hasta Puno y el Titicaca, ese lago a cuatro mil metros de altura donde de acuerdo con la leyenda habría nacido el Imperio Inca. Además de la impresionante belleza de sus paisajes, una de las cosas que más me ha llamado la atención es la abismal brecha existente entre la opulencia de los barrios de clase alta de Lima y la pobreza en las provincias más alejadas, una brecha además agravada por los efectos de la pandemia y el desplome del turismo, una de las principales fuentes de ingresos en regiones como Cuzco y Puno. Por eso, no es casual que haya un creciente descontento frente a la clase política en general.

La elección como presidente del maestro Pedro Castillo en el 2021 fue un claro síntoma de ese descontento. La población de las provincias más pobres apoyó mayoritariamente a Castillo, sin embargo, desde sus inicios su gobierno se vio salpicado por escándalos de corrupción. El torpe y fallido intento de Castillo de disolver el Congreso y su posterior destitución (la cual siguió el procedimiento establecido por la ley) desencadenaron una crisis que dos meses después ya ha provocado más de medio centenar de muertes y que no parece que pueda solucionarse a corto plazo.

La renuncia de la presidenta Dina Boluarte y el adelanto de las elecciones exigidos por la izquierda y los grupos que apoyaban a Castillo, desafortunadamente no resolverá la crisis política actual. Desde el año 2016 Perú ha tenido seis presidentes, es decir, prácticamente un presidente por año. Esto ya de por sí evidencia que no se trata de algo coyuntural sino de un problema de diseño institucional que tarde o temprano deberá resolverse. En un contexto de polarización y de crisis de los partidos políticos, la potestad que le otorga la Constitución actual al Congreso de destituir al presidente por “incapacidad moral” (¿?), así como la potestad que le da al presidente de disolver el Congreso en ciertas circunstancias, ciertamente es una fuente permanente de zozobra y de ingobernabilidad.

Esperemos que la sociedad peruana tenga la madurez política suficiente para salir adelante de la crisis actual sin renunciar a la legalidad ni a la institucionalidad democráticas.

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