Hace unos días 222 personas —tras sufrir años de cárcel— fueron desterradas de Nicaragua y despojadas de su nacionalidad. El obispo católico Rolando Álvarez rehusó irse de su país y fue condenado en un “juicio”, expedito y carente de las más elementales garantías legales, a 26 años de prisión. Ni una sola de esas personas —¡ni una!— cometió delito alguno; excepto expresar en voz alta sus pensamientos criticando al régimen. Ortega les dispensó el trato con que todo tirano trata a quien ose cuestionarlo: ¡mano dura!

La historia latinoamericana está plagada de gobernantes que usaron mano dura contra sus pueblos. En esos períodos todo empeora: la corrupción se dispara, la pobreza crece y la sociedad se fragmenta y polariza de tal manera que luego se necesitan décadas para sanar las heridas.

No obstante lo anterior, aumentan en nuestro país las voces que piden mano dura. De acuerdo con un estudio del Estado de la Nación en 2021, un 31% de los ticos desea que nos gobierne alguien con mano dura. Es un fenómeno sobre el cual es necesario reflexionar.

Una primera constatación es que los pedidos de mano dura se dan entre compatriotas que están hartos de la corrupción y de la impunidad, de la ineficiencia de las instituciones, de las promesas vacías de los políticos, de la creciente acumulación —y ostentación— de riqueza en pocos, y de la cantidad de problemas que no se resuelven. Somos millares y millares que vemos cómo se deteriora la calidad de vida en el país. Y achacamos esos males a la democracia.

Entonces, gradualmente, empezamos a acariciar la idea de realizar una transacción: entregamos a un supuesto “salvador” nuestras libertades, nuestros derechos y nuestras garantías individuales a cambio de que ese “salvador” mejore nuestras condiciones de vida. ¿Y por qué las podrá mejorar? Porque habremos eliminado los “obstáculos” que la democracia atraviesa en el camino. ¿Cómo cuáles? Como seguir un proceso para participar en licitaciones, como tener que hacer estudios de impacto ambiental para obras de cierta magnitud, como tener que dar cuenta del uso de fondos públicos, como tener que gastar tiempo en negociaciones difíciles con la oposición en el Congreso, como tener que dar cuenta a la opinión pública a través de la labor de la prensa, como tener una Sala Constitucional que le pone freno a las acciones que políticos y gobernantes quieren impulsar violando la Constitución, etc, etc.

Hacer esa transacción es correr un riesgo muy alto. Mejor preguntarse: ¿en Latinoamérica han progresado las sociedades que tuvieron regímenes de mano dura? La respuesta es que no. Si con mano dura los pueblos mejoran su calidad de vida, entonces Nicaragua y Paraguay deberían estar entre los países más prósperos del mundo. La historia latinoamericana prueba lo contrario: cuando más avanzan los pueblos es cuando viven en democracia. No faltará quien invoque el caso de Chile. Bajo Pinochet el país tuvo crecimiento económico, pero no progreso social. Hasta el día de hoy la sociedad chilena está profundamente fragmentada y polarizada y hace esfuerzos por dejar atrás la herencia de la dictadura.

En los últimos 70 años (para no ir más atrás), han tenido regímenes de mano dura Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Venezuela, Cuba, República Dominicana, Perú, Bolivia, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay y Brasil. Costa Rica no. ¿Cuál país ha logrado más desarrollo y progreso social que los demás? Costa Rica. Que ahora ese progreso se esté perdiendo es otro tema: lo que debe resaltarse es que la democracia es mejor para producir bienestar para las mayorías, que la dictadura.

Otras constatación es que quienes piden mano dura la piden “contra los otros”. Jamás se les ocurre pensar que ellos mismos podrán recibir algún día la contundente caricia de la mano dura de un dictador que con tanta ilusión piden para el país. Convenientemente crean en su mente una fantasía en la que el “salvador” quitará del camino “a los otros” que entorpecen su marcha hacia la prosperidad y la felicidad. No se les ocurre pensar o considerar que ellos mismos pueden ser considerados un obstáculo para la realización de los intereses del déspota.

Con todo el enojo que tenemos acumulado, con toda la rabia que sentimos, con toda la frustración que nos carcome, tiene que llegar un momento en que podamos discernir que, a pesar de los pesares, la democracia es el mejor sistema para organizar nuestra vida en sociedad. O el menos malo. ¿Por qué? Porque en democracia siempre es posible corregir el rumbo y lograrlo por vías pacíficas, negociando con serenidad y buscando el bien común, y no recurriendo a la violencia armada en las calles.

Los problemas de la democracia se resuelven mejorando la democracia, no desechándola.

Y mejorar la democracia es tarea para todos y todas, no solo para los políticos. No necesitamos mano dura, lo que requerimos —con urgencia— son cerebros tranquilos.

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