El pasado 7 de diciembre Perú sorprendió al continente con la noticia de un intento de (auto)golpe de Estado por parte de su —hasta ese entonces— presidente, Pedro Castillo, quien decidió destituir el Congreso. ¿Por qué el líder y cabeza de una nación tendría que recurrir a tal medida? Intentar responder a esta pregunta arroja interesantes nociones sobre el poder político.

¿Qué es la soberanía? ¿Quién o qué ostenta la soberanía de una nación? ¿El Estado o el pueblo? Como punto de partida tomaremos en cuenta la definición schmittiana —probablemente ya clásica— de soberanía: “el poder supremo y originario de mandar”, normalmente atribuido al Estado. Se trata de un “concepto-límite”, es decir, sólo se puede comprobar en un caso límite, esto es, en la decisión sobre la excepción. En otras palabras, se comprueba que el Estado realmente ostenta la soberanía únicamente al demostrar que posee el control sobre la excepción. Siguiendo esta línea, para el filósofo Giorgio Agamben la soberanía no es más que el poder (la facultad) de proclamar la excepción.

Un estado de excepción es un escenario en que se suspende la aplicación común de los derechos constitucionales de los y las ciudadanas, y son las fuerzas armadas las que vigilan el cumplimiento de los lineamientos temporales. En el caso de Perú, según su Constitución política (establecida en 1993 por Alberto Fujimori tras lograr la destitución forzosa del Congreso), se puede proclamar la excepción por parte del líder del Estado cuando hay una emergencia (perturbación a la paz pública o catástrofes que pongan en riesgo la vida de las personas), pero en acuerdo previo con el Consejo de los ministros.

Ahora bien, son diversas las razones que motivaron al ahora expresidente a destituir el Congreso y proclamar un Estado de excepción:

  • Obstrucción de gobernabilidad; la mayoría de las propuestas de Castillo no han obtenido la mayoría parlamentaria desde que asumió la presidencia, debido a un Congreso fragmentado con mayoría opositora.
  • Señalamientos de corrupción al mandatario.
  • La inestabilidad en los ministerios debido al cambio constante de los nombramientos.
  • Creciente inestabilidad política del país, donde ha habido en promedio un presidente por año desde el 2016.
  • Intentos anteriores de destitución del presidente por parte del Congreso.

De hecho, es poco después de que se llamara a votar el tercer intento de revocar al presidente Castillo, en que este último llega a informar de manera pública su decisión de

Establecer un gobierno de excepción orientado a restablecer el estado de derecho y la democracia, a cuyo efecto se dictan las siguientes medidas: disolver temporalmente el congreso de la República e instaurar un gobierno de emergencia excepcional; convocar en el más breve plazo a elecciones para un nuevo Congreso con facultades constituyentes para elaborar una nueva constitución en un plazo no mayor de 9 meses A partir de la fecha y hasta que se instaure el nuevo Congreso de la República se gobernará mediante decretos-ley”.

Pedro Castillo fue elegido por una no muy amplia diferencia de votos, aunque representaba a una cara poco habitual en los altos mandos de Perú: exaltaba su origen humilde, campesino, educador, contrastando enormemente con un Congreso muy alejado de sus proyectos políticos. Lamentablemente, lo que en teoría debería ser la legitimación de la decisión del pueblo, más bien representa un vicio muy actual de los países americanos: se escoge a un mandatario como alternativa a un candidato percibido como un mal peor, en este caso, su rival Keiko Fujimori.

Pero el gran problema en el intento de Castillo de proclamar la excepción es que no contaba con el respaldo de todos los ministros, mucho menos de los congresistas, tampoco de las fuerzas armadas, cuyo apoyo es crucial para el éxito o fracaso de un golpe de Estado, si atendemos a las dictaduras acontecidas a lo largo del continente durante el siglo pasado, desembocando que, en tan solo unas horas, el Congreso terminara haciendo lo que el presidente trataba de evitar: su destitución.

Castillo al final no pudo decidir sobre la excepción: él no era el Estado, por lo tanto, nunca ostentó la soberanía de su país.

A primera vista podría parecer conveniente para la llamada democracia: se trata de un Estado de derecho al fin y al cabo, donde la división de poderes actúa como pesos y contrapesos para evitar la acumulación de poder en una de sus partes. Pero en este caso subyace algo más revelador: una posible fractura del sistema democrático representativo. Veamos. El pueblo tiene la capacidad de elegir al mandatario, pero este, como máxima figura del Estado, no pudo llegar a decidir sobre la excepción. El Congreso decidió (y logró) la destitución del presidente. Entonces, ¿quién actúa de contrapeso del Congreso, que parece adquirir cada vez más poder?

Regresemos, pues, a una de las preguntas que nos planteamos al inicio: ¿quién o qué ostenta la soberanía?

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