A estas alturas de la historia, quizás más que separar la religión del Estado, habría que separar la religión de la identidad.

Hay que reivindicar las pertenencias, y todas. Me disculpo por socializar algunas de mis pertenencias, pero son las que conozco mejor. Yo soy mestizo y, en virtud de ello, en mí también confluyen gran cantidad de religiones de mis antepasados. Agregaría que fui criado como católico pero conviviendo con familiares pentecostales, con un corazón cercano a metodistas y menonitas, estudioso del judaísmo del siglo I, conmovido por la creencia maleku de divinizar a aquellos familiares que tuvieron una buena muerte (por causas naturales) hasta convertirse en intercesores entre sus familiares y Dios (tócu), con vecinos budistas y bahai, conversador con agnósticos recelosos de la religión, con un profundo respeto por la filosofía musulmana y judía que tanto le dieron a Occidente desde la Edad Media. Y esto lo digo con sinceridad: si me pidieran que apostatara de alguna de esas pertenencias, no lo haría porque no puedo salvarme a mí si no salvo mis pertenencias. Soy muchos en uno. (Haga usted el ejercicio mental en otros ámbitos y descubrirá que también las pertenencias son múltiples, por ejemplo, en la gastronomía: soy amante del baho nicaragüense, del ajiaco colombiano, de los tamales ticos, del ceviche peruano, del shawarma árabe, del morir soñando dominicano, del curry de la India, etc., etc.) Somos muchos en uno.

Digámoslo claramente: pertenecer a una tribu (etnia o color de piel, o también religiosa) puede convertir con facilidad a los militantes en verdugos implacables de aquellos que no pertenecen a la reducida mentalidad de su tribu, hallar placer en torturar enemigos, cometer atropellos inimaginables, no conocer el decoro y victimizar a los otros so pretexto de las más necias supersticiones. Hay que evitar cualquier manera estrecha y simplista de pertenencia.

La pertenencia a un grupo puede provocar una sensación de identidad, pero también una tendencia a la división. La pandemia nos ha enseñado que solos no somos nada, y que necesitamos redes de solidaridad, de familia, de barrio o de fraternidad que van mucho más allá de las agrupaciones políticas, las etnias o la militancia religiosa. La meta de la humanidad tiene que ver con seres humanos libres asociados entre sí en términos de igualdad (N. Chomsky).

En el fondo, la única pertenencia que importa es respetar a los demás por su biografía, aceptarlos simplemente por su pertenencia al género humano, y no darle una segunda categoría como ser humano, sin envasarlo. Asimismo, las tradiciones religiosas son respetables solamente si asumen los derechos fundamentales de mujeres y varones, no si discriminan porque la discriminación es una forma incompatible con la dignidad humana. No es de recibo sitiar a nadie so pretexto de preservar una fe o una tradición religiosa, y menos imponer la fe valiéndose de las estructuras democráticas, aunque lo que les importa a quienes hacen eso es imponerse políticamente cuando sus verdades de fe no alcanzan (¡ni alcanzarán jamás!) niveles de argumentación por encima de otras creencias religiosas con la misma horizontalidad y derechos.

Un mundo, una Costa Rica no sin religión, pero sí sin una espiritualidad asociada a la idea de pertenencia política; una Costa Rica con creencias, pero sin la necesidad de enrolarse en una cohorte de fanáticos; una Costa Rica en la que los seres humanos sean ciudadanos del mundo y no de una tribu planetaria (religiosa).

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