Recientemente se cumplieron 100 días del inicio de la invasión de Rusia a Ucrania. El dolor, la muerte y la destrucción que esta guerra ilegítima ha dejado es de una dimensión incalculable. Más preocupante aún es que sus secuelas perdurarán durante décadas independientemente de su desenlace.

La vorágine de acontecimientos de los últimos meses ha hecho que muchos hayan olvidado algo fundamental: la cuestión de la existencia misma de Ucrania como Estado. Tres días antes del inicio de la invasión, Vladimir Putin dio un discurso que fue transmitido en vivo por televisión a Rusia y al mundo entero en el que afirmó algo sorprendente para muchos: Ucrania no tenía razón de existir porque era “una invención de Lenin y los bolcheviques”.

Las identidades nacionales no son esencias inmutables sino construcciones imaginarias. Esto significa, en otras palabras, que no existe una “esencia alemana”, una “esencia francesa” o una “esencia española” (o un “alma rusa”). Los Estados nacionales son entidades políticas construidas en torno a un pasado imaginario, una religión o una lengua común. Los centroamericanos conocemos esto muy bien. Apenas un siglo y medio atrás conservadores y liberales de nuestros diminutos países se mataban entre sí por sus diferencias en torno a la Federación Centroamericana. Fue sólo después de que fracasó el sueño federalista de Morazán que guatemaltecos, hondureños, nicaragüenses y costarricenses empezaron a construir su identidad como Estados nacionales.

Es cierto que Rusia y Ucrania comparten un origen común que se remonta a la Edad Media, la Rus de Kiev. La Rus de Kiev fue el primer reino proto-eslavo en el Este de Europa. Tras la conquista y la destrucción de Kiev en el siglo XIII por las hordas de mongoles al mando de Batú Kan (inmortalizada en una brillante novela del escritor ucraniano Vasily Yan), las ciudades eslavas situadas al Norte son las únicas que logran consolidarse como Estado y posteriormente como un imperio: el Imperio Ruso.

Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, el territorio de lo que actualmente conocemos como Ucrania se dividía entre dos grandes imperios: el Imperio Ruso en el Este y el Imperio Austro-Húngaro en el Oeste. Sin embargo, ese viejo orden estalla en mil pedazos tras el estallido de la Revolución Rusa (en la que Lenin fue sólo uno de los actores) y el colapso de ambos imperios al finalizar la Gran Guerra en 1918. De las ruinas de esos grandes imperios surgieron nuevos Estados: Checos, eslovacos, polacos, fineses, estonios, letones, lituanos y ucranianos finalmente ven cumplida su aspiración a la independencia y a la autodeterminación.

En 1922 Ucrania es ocupada por el Ejército Rojo y pasa a formar parte de la Unión Soviética como una república con una autonomía limitada. Esta condición se mantiene hasta la disolución de la URSS en diciembre de 1991. Desde 1992 Ucrania se convierte en un Estado soberano e independiente y es reconocido como miembro de pleno derecho de la Organización de las Naciones Unidas.

El hecho de que no existiera un Estado ucraniano antes de 1918 no significa que no hubiera una nación ucraniana. Ya en el siglo XIX existía el ucraniano como una lengua eslava claramente diferenciada del ruso. También existía ya una literatura ucraniana, cuyo máximo representante probablemente sea el poeta Tarás Shevchenko.

Irónicamente, la invasión a Ucrania más bien ha reforzado la identidad nacional ucraniana. Las identidades se fortalecen cuando tomamos conciencia de la otredad y la diferencia. Muchos ucranianos hoy en día quieren aprender su idioma en lugar del ruso. ¿Será acaso ese el mejor legado de Putin?

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