Las recientes conversaciones en Estambul sobre el conflicto en Ucrania han sido presentadas por los medios occidentales como un intento diplomático bloqueado por la supuesta falta de interés del presidente ruso, Vladímir Putin. La narrativa dominante sostiene que su ausencia refleja una obstinación motivada por la necesidad de alcanzar aún sus objetivos militares. Sin embargo, esta interpretación mediática no solo es tendenciosa, sino que omite aspectos fundamentales del conflicto y de la propia génesis de dicha reunión.

Desde una perspectiva geopolítica más amplia y menos domesticada por el relato hegemónico occidental, es preciso recordar que esta guerra no puede entenderse simplemente como una confrontación entre Rusia y Ucrania. Lo que realmente está en juego es un conflicto estructural entre Estados Unidos y Rusia, cuyo teatro principal es el territorio ucraniano.

Las evidencias son contundentes: la expansión sistemática de la OTAN hacia el Este, el desmantelamiento progresivo de las garantías de seguridad en Europa, y el uso de Ucrania como peón geoestratégico para debilitar a Moscú. A ello se suma la caída de Viktor Yanukóvich en 2014, que impuso un gobierno abiertamente anti ruso, la prohibición de la lengua y cultura rusa, así como de partidos políticos de oposición so pretexto de ser pro rusos, el hostigamiento a la Iglesia ortodoxa y la persecución de identidades históricamente vinculadas a Rusia. Todo ello ha buscado cercar su esfera de influencia natural en el espacio euroasiático. La negativa de Occidente a abandonar sus ambiciones hegemónicas en el llamado heartland (corazón de la Tierra) constituye el trasfondo ineludible de esta guerra.

La reunión en Estambul, en efecto, fue originalmente pensada como un encuentro directo entre Donald Trump y Vladímir Putin, reconociendo la verdadera escala y naturaleza del conflicto. No obstante, la irrupción del presidente ucraniano Volodímir Zelenski, al enterarse de la intención bilateral, alteró completamente el curso de la iniciativa. Zelenski, quien actúa más como vocero de las potencias occidentales que como mandatario soberano, decidió unilateralmente integrarse al proceso. Esta decisión provocó que ambos líderes reconsideraran su presencia y delegaran la tarea en representantes con poder para negociar. Lo que los medios califican de "desinterés ruso" es, más bien, una expresión del cambio en la lógica de las conversaciones, alteradas por la intromisión de un actor que no actúa por cuenta propia.

Lejos del discurso triunfalista de que Rusia está estancada en el frente, lo cierto es que ha alcanzado objetivos clave en el campo de batalla. Precisamente por ello, y ante la ausencia de una victoria occidental viable, Trump sabe que necesita una salida negociada que impida una derrota estratégica más profunda. El tiempo juega a favor de Moscú: cuanto más se prolonga el conflicto, más territorio pierde Ucrania y más se debilita la narrativa de un Occidente unido y victorioso. En medio de esta desesperada coyuntura, el presidente francés recurre a declaraciones alarmistas, sugiriendo la posibilidad de desplegar misiles nucleares en toda Europa “para defenderse de la amenaza rusa”. Esta postura, más que una estrategia defensiva real, parece un intento por encubrir el fracaso occidental y revitalizar la desgastada retórica de que Putin pretende apoderarse de Europa.

En este contexto, el académico filipino Ruel F. Pepa ha formulado una tesis provocadora, pero profundamente lúcida: estas conversaciones no deberían considerarse como una negociación, sino como una capitulación. Según Pepa, la noción de negociación implica una relación entre iguales, basada en concesiones mutuas y soberanía efectiva. Pero esa no es la realidad. Ucrania carece de autonomía política para sentarse en la mesa como actor soberano; sus decisiones están subordinadas a las directrices de Washington, Londres y Bruselas. En segundo lugar, el resultado militar es cada vez más claro: Rusia se encuentra en una posición de ventaja. Y, en tercer lugar, el verdadero derrotado en esta guerra por costos estratégicos, reputacionales y geoeconómicos será Estados Unidos, no Ucrania.

Bajo esa perspectiva, la única salida coherente sería una capitulación que reconozca la nueva realidad geopolítica. Y esto no necesariamente debe entenderse como humillación, sino como una aceptación pragmática de la redistribución del poder en Eurasia. Esta posible "capitulación" sería, entonces, una transición hacia un nuevo orden multipolar, donde actores como Rusia, Turquía, China e India consolidan sus espacios de influencia y cooperación, acelerando procesos como la Iniciativa de la Franja y la Ruta y desafiando el orden unipolar impuesto por Occidente tras la Guerra Fría.

Pepa lo resume con precisión: la diferencia entre negociar y capitular es la diferencia entre una ficción de igualdad y el reconocimiento de una realidad irreversible. La capitulación, históricamente, ha implicado cesión de soberanía, pérdida de territorios o asunción de condiciones impuestas por el vencedor. ¿No es esto, acaso, lo que de facto ya ha ocurrido en el este de Ucrania? ¿No es este el momento de dejar de fingir que hay margen para el equilibrio diplomático?

Las conversaciones de Estambul, si no parten de esta claridad, corren el riesgo de convertirse en una cortina de humo más. Un espectáculo diplomático para prolongar una guerra perdida, a costa de miles de vidas y de la estabilidad global. Si lo que se busca es realmente la paz, esta no vendrá de un simulacro de negociación, sino del reconocimiento de las nuevas coordenadas del poder mundial. Para esto hay que ir más allá de la retórica sofista y la manipulación mediática de titulares que le imponen a la opinión pública quién es bueno y quién malo. Por tanto, la pregunta ya no es si habrá acuerdo o no, sino si Occidente está dispuesto a aceptar que no puede seguir dictando las reglas del juego en Eurasia. Y si Ucrania está preparada para dejar de ser un instrumento y comenzar, con dignidad, a reconstruir su futuro.

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