A menudo consideramos que la basura del mundo es la única forma posible de su sombra. Estimamos que esa es su única clandestinidad.

Su fantasmagoria.

Su vivencia nocturna.

Al menos así sucede desde que la cornucopia de la era industrial y posindustrial empezó a verter su abundante porquería.

La sociedad del exceso y sus detractores.

Si la mano, como decía Kant, es una ventana de la mente, el uso masivo y cotidiano de artefactos desechables equivale a ponerle polarizado a dicha ventana. No palpamos el mundo y, por tanto, no lo entendemos. Y por eso los basureros hoy están llenos de nuestras intenciones.

Mucho se ha escrito acerca de la huella que dejamos en el planeta. Que para el 2030 tendremos una montaña de 111 millones de toneladas de desechos. Que en los océanos habrá más plástico que peces. Que se han encontrado residuos de polímeros sintéticos en los cadáveres de albatros, tortugas y ballenas. Que en el Pacífico ya existe una isla de basura. Que en el Índico y en el Atlántico también.

La basura es, pues, la preocupación de cualquier humano consciente, despierto, sensible, sensato.

Curiosamente habitamos casas, frecuentamos oficinas y transitamos calles que fueron construidas, predominantemente, por personas muertas. Nuestra arquitectura institucional, en su mayoría, fue concebida por esas gentes que hoy engrosan el padrón de nuestras ausencias. Arthur C. Clarke, de hecho, mencionaba que “detrás de cada hombre vivo hay treinta espíritus, pues ese es el ratio por el que los muertos superan en número a los vivos”.

O sea, de cierta manera, nuestro mundo y nosotros mismos no pasamos de ser el desecho de quienes nos precedieron. Dicho de otro modo: la historia hoy no solo se repite, primero, como farsa, luego como tragedia y después como meme, sino que también se repite como reciclaje y lixiviado.

Se trata, sin duda, de una circunstancia incómoda: los herederos actuales de Prometeo somos, en el mejor de los casos, composta. Pero no se puede negar que existen mecanismos muy efectivos para llegar a acuerdos con nuestros muertos. Alastair Bonnett nos recuerda que, en el Cementerio Norte de Manila, por ejemplo, hay entre tres mil y seis mil residentes informales. Según parece, los altísimos costos de los alquileres han provocado que las familias más pobres aprovechen estos espacios. Algo semejante sucede en la India, Chechenia, Libia y, desde luego, en la Ciudad de Los Muertos en El Cairo, donde viven alrededor de cincuenta mil personas.

No es casual que las feroces presiones territoriales en las ciudades susciten polémicas en torno al uso de ese ámbito otrora destinado a nuestros muertos: el caso del Cementerio Calvo en San José, sin llegar a las estridencias de Egipto, es un buen ejemplo.

Sí, una ciudad es, también, un cementerio. Es decir, una ciudad se nutre de cuerpos, como los cementerios. Y un instante, en efecto, se nutre de siglos. Cifar, el personaje de Pablo Antonio Cuadra, navega por el lago y de pronto llega a un islote que es, a su vez, un cementerio de pájaros. No es un cementerio metafísico como el de Valery. No es, tampoco, un cementerio de barcos como ese que hay en el estero de Puntarenas o como ese que figura en Niebla del Riachuelo.

Es un cementerio del canto.

De orilla a orilla huesos y esqueletos de aves…. Así dice Cuadra. Así, seguramente, nos miran nuestros muertos desde su absoluto silencio.

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